“Queridos hijos: También hoy os invito para que vosotros seáis como las estrellas, que con su resplandor dan luz y belleza a los demás, para alegrarlos. Hijos míos, sed también vosotros resplandor, hermosura, alegría y paz, y especialmente oración para todos aquellos que están lejos de mi amor y del amor de mi Hijo Jesús. Hijos míos, testimoniad vuestra fe y oración con alegría, con la alegría de la fe que está en vuestros corazones y orad por la paz que es un don precioso de Dios. Gracias por haber respondido a mi llamada”
“Ellos, después de oír al rey, se fueron. Y he aquí que la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo sobre donde estaba el niño. Al ver la estrella, se regocijaron con gran alegría”. (Mateo 2, 9-10). La estrella que guía a los magos es Dios mismo. La estrella es un personaje importante en el relato de la infancia. Es la hermosura de Dios que se manifiesta en el cielo para guiar a los de la tierra. Cristo es nuestra estrella y Él nos pide que nosotros seamos también estrellas para nuestros hermanos. Ser testigos de Dios de palabra y obra. ¿Cómo podemos dar la luz de Dios si no nos dejamos iluminar por Cristo? ¡Eso es imposible! Recuerdo a cierto sacerdote santo que no salía de casa sin encomendarse de corazón a la Santísima Virgen. Él decía que todo debía hacerlo el Señor y que, no solo tenía que estar llena su alma de Dios, debía pedir ser como la luna que brilla por reflejo del sol aún sin tener luz propia. Eso es lo que debemos hacer los cristianos: brillar. No podemos tener miedo. Ser testigos de Dios de esa manera nos ha de llenar de entusiasmo, con Cristo en el corazón ¿qué más nos puede faltar? No podemos vivir como acomplejados, si lo hacemos es porque no hemos descubierto al Dios del amor. Si no tenemos un afán misionero en nuestras vidas y vivimos apáticos o tristes, es que no nos hemos encontrado jamás con Cristo. Si ante el materialismo del mundo no movemos ni un poco de nuestro espíritu, es seguro que la luz del Señor no brilla en nosotros. Si ante el sufrimiento del hermano, el hambre, la enfermedad no se nos conmueve el alma, es que verdaderamente no hemos visto el rostro de Cristo. ¿Podemos seguir viviendo sin luz cuando Dios es luz y es fuego? Debemos dejar que el Espíritu Santo mueva nuestros corazones con fuerza, con alegría. En Nehemías 8:10 leemos: “El gozo del Señor es nuestra Fortaleza”. Tenemos que gozarnos con el Señor para que Él sea realmente nuestro bastión, nuestra fortaleza y se manifieste a través de nuestras vidas. Estamos llamados a ser resplandor de la luz del Padre. En el segundo punto de la magnífica encíclica de san Juan Pablo II leemos: “La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el Concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22). ¡Cómo no darnos de verdad al Padre! Si es verdad, y debemos creerlo de corazón, que solo en Cristo el hombre se salva, ¿cómo no comunicarlo a los demás? El amor debe llevarnos a comunicar el Reino con alegría, valentía y caridad. Debemos preguntarnos qué hacemos para anunciar el amor de Dios. En nuestras familias, a nuestros vecinos, compañeros de estudio o de trabajo, personas de otras religiones o creencias, ateos, indiferentes o agnósticos… Nuestra vida no puede dejar de proclamar la grandeza de nuestro Dios. “Una noche, cuando desde mi celda miré al cielo y vi un espléndido firmamento sembrado de estrellas y la luna, de repente entró en mi alma el fuego de amor inconcebible hacia mi Creador, y sin saber soportar el deseo que había crecido en mi alma hacia Él, me caí de cara al suelo humillándome en el polvo. Lo adoré por todas sus obras y cuando mi corazón no pudo soportar lo que en él pasaba, irrumpí en llanto. Entonces me tocó el Ángel Custodio y me dijo estas palabras: El Señor me hace decirte que te levantes del suelo. Lo hice inmediatamente, pero mi alma no tuvo consuelo. El anhelo de Dios me invadió aún más” (Sor Faustina Kovalska 470).
Acabo con una oración para que Dios nos haga misioneros. Pidamos a la Gospa que nos ayude:
ORACIÓN DE SAN FRANCISCO JAVIER
Padre bueno, Creador de todas las cosas:
Acuérdate de tu acto creador, especialmente de los seres humanos,
que los has hecho
a tu imagen y semejanza. Acuérdate,
oh Padre bueno, que tu Hijo ha dado
la vida por ellos. Vuelve tus ojos misericordiosos
a los que tanto has amado.
Oye nuestra súplica en favor de todos los que sufren
por diferentes causas y la vida los tiene
humillados. Olvida todo mal nuestro.
Atráenos a todos hacia Ti. Que la Luz de tu Hijo Jesús nos purifique, que su gloria
resplandezca, y en Él y por Él devuélvenos la inocencia de tu acto creador, para que cantemos y dancemos de alegría como hijos tuyos, hermanos todos.