“¡Queridos hijos! Os invito a que este tiempo sea para todos vosotros tiempo de testimonio. Vosotros, los que vivís en el amor de Dios y habéis experimentado sus dones, testimoniadlo con vuestras palabras y vuestra vida para que sean alegría y estímulo en la fe para los demás. Yo estoy con vosotros e intercedo incesantemente delante de Dios por todos: para que vuestra fe sea siempre viva y alegre y en el amor de Dios. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“(…) Al contrario, vosotros recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” ( Hch., 1, 8). Ser testimonio. Esa es la llamada profunda de parte de la Virgen, de la Iglesia y el Evangelio. Pero para poder ser testigos hay que tener algo que testimoniar. El problema es que demasiado a menudo nuestros corazones están vacíos y duros. Esa sequedad y esa dureza provocan que no podamos anunciar nada o que nos anunciemos, sin ningún pudor, a nosotros mismos. Es imprescindible primero llenarse de Dios, de su Espíritu Santo para testimoniarlo. Nadie puede comunicar lo que no conoce, lo que no ha experimentado. Por eso ser testimonios implica, primeramente, adentrarse en las profundidades de Dios. Escuchar su llamada: “Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban las redes en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mt. 4, 18-19). Por eso es imprescindible la oración con el corazón, por eso no podemos dejar de comer el pan de la Eucaristía, por eso confesamos nuestros alejamientos de Dios, por eso ayunamos, para eso escuchamos la palabra y por eso nos armamos con el Rosario. Experimentar a Dios. Él está vivo y presente entre nosotros, en nuestra historia personal, en nuestra vida. Anunciamos lo que vivimos: si vivimos del mundo, anunciaremos tristemente lo que no dura; si vivimos de Dios, anunciaremos la alegría de su salvación. Por eso el cristiano sabe sacar cosas positivas incluso de lo que para el mundo es una catástrofe. En definitiva nosotros anhelamos “hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace” (san José María Rubio). Todo con la alegría de saber que Cristo habita en nuestros corazones. No podemos dejar que el peso de nuestra consciencia, de nuestros pecados o de nuestros complejos hagan que no sonriamos, que no seamos felices. El cristiano se libera en el sacramento de la Confesión de todas esas esclavitudes y anuncia esa liberación a nuestro mundo. “Descargad todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros” (1 Pe., 5, 7). Sólo podemos ser testigos si nuestras vidas se llenan de la gracia y el amor de Dios. A imitación de María i de tantos santos, nosotros también podemos ser anunciadores de la alegría de la fe. Sólo podemos comunicar lo que vivimos.
“He venido a arrojar fuego sobre la tierra y cuanto desearía que ya hubiera prendido” (Lc., 12, 49). Ese fuego del que se habla en el Evangelio es el del Espíritu Santo. Es necesario dejar quemar nuestra antigua vida sin Cristo para que se llene totalmente de Cristo. Tenemos que convertirnos, ser testigos del gran amor de Dios. Eso no es una teoría. Eso no son palabras bonitas. Eso debe plasmarse de manera práctica. ¿Cómo actuamos cuando nuestro amor propio es herido? ¿Pensamos en los pobres y ayudamos en sus necesidades? ¿Pienso realmente en el prójimo como si se tratara de mi mismo? Debemos pedir al Señor que nos ayude a ver nuestro pecado. ¡Ojalá podamos quemar de nosotros aquello que no deja que Cristo viva en nosotros! “Ojalá escuchéis hoy su voz: No seáis tercos como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, allí vuestros padres me probaron, me tentaron aunque vieron mis obras” (Ps. 95, 7b-9). Puede ser que permanecer en el Amor no cambie definitivamente la realidad, pero sí nos cambia a nosotros. El amor, ese es motor que empieza a transfórmalo todo.
“Despéguese toda ánima de consuelo humano si quiere que el Espíritu Santo la consuele y esté siempre con ella el consuelo del Espíritu Santo; que, como decíamos, con mucha razón quiere el Espíritu Santo ser deseado” (san Juan de Ávila) Pongamos de manera permanente ese deseo en nuestros corazones. ¡Qué la Gospa nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell