“¡Queridos hijos! De manera especial os llamo a todos vosotros para que oréis por mis intenciones a fin de que por medio de vuestras oraciones se detenga el plan de Satanás sobre esta Tierra -que cada día está más lejos de Dios- y en lugar de Dios se pone a sí mismo y destruye todo lo que es hermoso y bueno en el alma de cada uno de vosotros. Por eso hijitos, armaros con la oración y el ayuno para que seáis conscientes de cuánto Dios os ama y podáis hacer la voluntad de Dios. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
La Virgen María nos llama a la oración. Oración contra la proliferación del mal que se produce, de manera especial, en nuestro tiempo. No podemos andar en la tibieza. La oración “es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (CEC. 2560). El problema es que muchas veces nos falta esa sed por el amor de Dios. Ponemos nuestros corazones en cosas vanas y superficiales. Y así destruimos en nosotros la sed de Dios y la sustituimos por otras cosas que nos alejan de Nuestro Salvador. “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma, la segunda se gloría en el Señor” (de Civ. Dei XIV, 28)- nos dirá San Agustín. ¿En dónde nos encontramos nosotros? ¿Cuál es nuestra ciudad? La primera es la de satanás, la del orgullo, la del egoísmo; la segunda es la del amor a Dios, la del encuentro con la Vida. La Gospa nos pide que optemos, mediante la oración y el ayuno por la segunda, ¿qué vamos a responderle?
Nuestro mundo pide que nos pongamos a nosotros como centro de todo, que despreciemos la vida regalo de Dios. El mundo nos pide que no tengamos principios y que si los tenemos sean el éxito, el orgullo, el egoísmo, la riqueza o el placer. Nuestro mundo nos pide que matemos a los no nacidos, que aniquilemos la vida de los más débiles: de los ancianos, de los no iguales. Nuestra sociedad esconde la enfermedad, la muerte y hasta a los más pobres para anestesiar nuestra consciencia. La Sociedad del Bienestar no puede soportar ver que hay muchísimas cosas fuera de su control y las esconde, nos engaña. La voluntad de Dios es otra bien distinta: el Amor a Dios y el amor al prójimo. Amor que se concreta en una defensa radical de la vida, en un anteponer los intereses del amor (por tanto de Dios) a los nuestros propios, en ver nuestra vida desde los ojos del Altísimo, en alegrarnos en hacer su voluntad. Un corazón orgulloso no puede encontrarse jamás con Dios. Por eso nuestro mundo se aleja de Dios: porqué pone su corazón en sí mismo, se fabrica ídolos.
Hemos de vivir según la voluntad de Dios y amando como Él ama. “Porque Él amó a los que le odiaban y continúa amándolos: pues hace salir el sol sobre buenos y malos, y llueve sobre justos e injustos (Mt. 5, 45). Ama, pues tú al que te ama; porque te ama sí” – dice San Juan Crisóstomo en una de sus Homilías a la Carta a los Romanos). Es lo mismo que leemos en la Carta a los Efesios: “sed buenos y comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (4, 32). La oración y el ayuno nos ayudan a ser conscientes del gran amor que Dios nos tiene. Un amor que no cesa de derramarse en nuestros corazones pero al que nos cerramos con nuestro pecado e infidelidad. No podemos permitir que se destruya la obra de Dios en nosotros. ¡No podemos cerrar nuestros corazones a Cristo! El corazón de la Virgen María clama desde su interior, nos pide la conversión real a su Hijo amado. Ella quiere que seamos cristianos adultos, conscientes que nuestra misión en el mundo es transformarlo, es buscar a Dios con todas nuestras fuerzas, es el Amor. Vivir de Cristo para darlo a la humanidad.
Pidamos a la Virgen que nos obtenga el don de la oración y del ayuno, que su Hijo Santísimo nos de su Santo Espíritu que nos enseñe a rezar y a Amar.
P. Ferran J. Carbonell