“¡Queridos hijos! Los llamo de nuevo a consagrarse a mi corazón y al corazón de mi Hijo Jesús. Deseo, hijitos, llevarlos a todos por el camino de la conversión y de la santidad. Unicamente así, a través de ustedes, podemos llevar muchísimas almas por el camino de la salvación. No tarden, hijitos, sino digan con todo su corazón: deseo ayudar a Jesús y a María para que muchísimos hermanos y hermanas conozcan el camino de la santidad. Así se sentirán complacidos de ser amigos de Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”
También hoy en este mensaje, la Madre María efunde su corazón lleno de amor en estas palabras simples de su mensaje. Es casi imposible poner en palabras todo lo que María como Madre siente por nosotros, sus hijos. Ella desea que seamos santos, y eso quiere decir felices, normales y sanos. Solamente vale la pena ser eso, y luchar por conseguirlo con todas las fuerzas vitales disponibles. El deseo y la oración de Jesús y María están dirigidos a nosotros, aquí y ahora, a través del mensaje de María. Me atrevería decir que la Virgen nos llama a cada uno a fin de que podamos finalmente creer que Dios desea nuestro bien, que Dios nos ama. Dios no ama únicamente a los buenos y a los santos, sino también a los malos. El problema es que no todos responden a ese amor. Sin amor la vida del hombre en la tierra es difícil y casi imposible, no solamente sin el amor de Dios, sino también sin la calidez, la comprensión, la bondad y el amor humanos. No podríamos vivir si ese amor no lo hubiéramos recibido ya desde el nacimiento de diversas formas y en muchas situaciones de vida. El amor es el terreno en que podemos apoyar nuestra vida. Es la condición fundamental de la vida para toda la gente.
Todo hombre se pregunta: ¿Dios me ama? Si eso es verdad y permito que esa verdad entre en mi corazón, en mis pensamientos, sentimientos e inunde toda mi vida, entonces la vida se hace más hermosa y diferente. Lamentablemente hay muchas experiencias negativas, experiencias del mal y de la maldad que nos hacen cambiar de idea y ponen a prueba nuestra fe en el amor de Dios, que Jesús testimonió para nosotros con su vida. Jesús mismo experimentó la maldad infernal en sí mismo pero no abandonó al hombre ni dejó de amarlo. Dios no dejó de sacrificar ni siquiera a Su Hijo Jesús, únicamente con el fin de que nos convenciéramos de que somos amados. Jesús se dejó crucificar a fin de que nos diéramos cuenta de lo que Dios está dispuesto a hacer por nosotros. Por nuestra parte es necesario responder con confianza a la verdad de ese acontecimiento. Si respondemos a Jesús y a su amor con fe nos hacemos eternos e indestructibles.
San Pablo dice: “El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Jesús nos amó con un corazón humano, no de plástico, sino un corazón que siente el sufrimiento, el dolor y la alegría, siente todo lo que nosotros sentimos. No existe en nuestra vida algo que Jesús no haya sentido, todo, excepto el pecado.
En el corazón de María no se ha extinguido el deseo de llevarnos por el camino de la conversión y de la santidad. Del momento en que Jesús confía a Ella a cada uno de nosotros a través del apóstol Juan: “¡Mujer, he aquí tu hijo!”, María es Madre, que no retrocedió ni se dejó atemorizar por tan difícil y responsable tarea, la de conducirnos por el camino de la santidad a Dios, a la vida, y no a cualquier vida, sino a una vida en abundancia.
No pierdan el tiempo, nos advierte María, porque la pérdida de tiempo es también perdida de gracia. Jesús y María nos necesitan, te necesitan a ti, y a mí para que los demás puedan llegar a la vida, a Dios. Quien experimenta el amor de Dios no puede permanecer tranquilo e indiferente hacia todos aquellos que aún no lo han experimentado. El amor de Dios no puede ser conservado para sí y gozar de él. Se desea darlo a todos para que todos puedan experimentarlo, buscarlo y anhelarlo con todo el corazón. Cada cristiano es misionario en el lugar en que vive, para la gente que él encuentra y que lo rodea. No nos cansemos y no nos detengamos en el camino al cual nos llama la Madre María.
Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.10.2003