“Queridos hijos: Os miro y veo en vuestro corazón muerte sin esperanza, inquietud y hambre. No hay oración ni confianza en Dios, por eso el Altísimo me permite traeros esperanza y alegría. Abriros. Abrid vuestros corazones a la misericordia de Dios y Él os dará todo lo que necesitáis y llenará vuestros corazones con la paz, porque Él es la paz y vuestra esperanza. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!
“Os rociaré con agua pura y quedareis purificados; de todas vuestras impurezas y de vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez. 36, 25-27). Hemos sido rociados con el agua de vida del bautismo y, sin embargo, estamos muertos, nuestros corazones son duros como piedras. Nos da miedo que el Señor nos transforme, nos da miedo lo que el amor de Dios puede obrar en nosotros. Parece que nos guardamos un poco de esa ‘basura’ que nos aleja del Señor. Nuestro corazón en lugar de buscar a Dios se busca así mismo, busca los bienes materiales, el dinero, el placer… ¡Qué lejos estamos de Dios! Ese temor a lo desconocido, al cambio, lastra nuestro caminar hacia el Padre. No confiamos, “confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu mismo entendimiento: tenle presente en todos tus caminos, y él dirigirá tus senderos.” (Pr 3:5-6). Preferimos nuestros cálculos a los de Dios. ¡Qué egoístas somos! Y hoy el mensaje es totalmente otro, hoy se nos recuerda nuestra dureza de corazón, nuestra falta de confianza y de esperanza. Tenemos nuestros corazones cerrados de tal manera, que sustituimos al deseo de Dios por otros deseos que nos petrifican. Para la persona es imposible el cambio. Sólo Dios, sólo Dios puede hacerlo. Debemos abrir nuestros corazones a ese Dios que nos busca amorosamente. Sólo Dios nos puede dar la paz y la esperanza. ¿Porqué tantas dudas? ¿Porqué tanto miedo? ¿No hemos sido bautizados? ¿No recordamos que la victoria es ya de nuestro Dios por Cristo su hijo? Eso es lo que nos recuerda María: Jesús ha triunfado en la Cruz y con Él todos hemos triunfado. El único requisito es abrirnos a su amor, desear con todo nuestro corazón que Su amor gobierne nuestras vidas. Abandonémonos a Él y, seguro, Él proveerá, dirigirá nuestros pasos por sendas de vida y amor. Por eso una vez más oración, oración, oración.
“Ante eso ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar en contra nuestra?… ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿la tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre?… Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor”. (Rm. 8:31-39). Hasta que no descubramos y vivamos como san Pablo ese amor, seremos incapaces de ser de Dios. Cuando el hombre descubre la profundidad del amor Divino, cuando nos dejamos transformar por Él, nada nos puede separar ya de Cristo. El amor de Dios se derrama con la encarnación, se da en la predicación y se queda para nosotros en el Sacrificio de la Cruz. Esa es la presencia que celebramos y gozamos en la Eucaristía. El amor de Dios se ha hecho para siempre presente en nuestro mundo. La respuesta del hombre no debiera ser otra que acogerlo y dejarse transformar por Él. Es verdad que nuestro mundo persigue, es verdad que se calumnia a Dios y los cristianos. Pero nada puede separarnos del amor. Esa es nuestra esperanza, el amor es más fuerte que nuestras flaquezas. El Amor ya ha derrotado al mundo. Él está esperando el momento de poder entrar en nuestros corazones, Dios quiere que nos dejemos amar, que le dejemos culminar su obra de amor. La paciencia de Dios con nosotros es infinita, eterna. Nos ama a pesar de nuestro pecado, a pesar de nuestras limitaciones. Nos espera. Te espera. “Si oyerais hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón, como en Meribá, como en el día de Masáh en el desierto” (Ps. 95, 7c, 8).
“Dios es la misma paz, Él todo lo tranquiliza: contemplarle es hallarnos ya en el seno de la paz” (san Bernardo, Serm. 23 in Cant.). Si vivimos en el Señor obtendremos todo lo que necesitamos para tener un corazón de carne. Él es la paz. Él quiere darnos todo lo que necesitamos. Se hace uno de nosotros para enseñarnos el camino al Padre, para asumir nuestro pecado, para salvarnos. Como el padre busca el bienestar del hijo, así hace Dios con nosotros. Algunas veces nos puede costar percatarnos de ello. A veces lo que necesitamos es dolor, o pobreza, o agotamiento. Pero todo en nuestra vida es para glorificar al Señor. Él nos transforma incansablemente. Dios permite la cruz porque sabe que tras ella está la vida, la resurrección. Buscar, contemplar al Señor no significa quedarse embobado sin hacer nada. Dios está vivo y a Cristo lo encontramos en la oración, en la Eucaristía, pero también en el pobre, en el enfermo, en el drogadicto, en el delincuente, en el harapiento…, en los que tenemos cerca. Pongámonos a contemplarlo sirviendo a nuestros semejantes y Dios nos colmará de bienes espirituales. Porque el amor, si es verdadero, siempre se da, se difunde.
¡Qué en este tiempo de Adviento que iniciamos sepamos reconocer a ese Cristo que ya ha nacido en nuestros corazones y en el de nuestro prójimo! ¡Qué la Gospa nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell