“Queridos hijos: También hoy os invito a la conversión y a la santidad. Dios os quiere dar alegría y paz a través de la oración, pero vosotros hijos míos, aún estáis lejos, apegados a la tierra y a las cosas terrenales. Por eso os invito nuevamente: abrid vuestro corazón y vuestra mirada hacia Dios y hacia las cosas de Dios, y la alegría y la paz reinarán en vuestros corazones. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“Así ha dicho el Señor: Maldito el hombre que confía en el hombre, y hace de las criaturas su apoyo, y su corazón se aparta del Señor” (Jr. 17, 5). Cuantas veces pasamos el tiempo interrogándonos sobre lo que otros pensaran de nosotros, cuantas veces nos preocupa más lo que los demás dicen de nosotros que lo que piensa o dice Dios. Sólo a Dios debemos buscar. Ese es el lugar correcto donde debe descansar nuestro corazón: en el querer de Dios. El problema es que no nos convertimos, somos tibios y en nuestra tibieza impedimos que el Reino de Dios se imponga, triunfe. Por eso debemos poner todo nuestro ser en el Señor. Aún cuando el mundo nos llama a ser mediocres y a no seguir con radicalidad al Señor, no podemos más que desoír esas voces. Hoy tiene que ser el día de nuestro cambio, hoy debemos entregarle todo al Señor, hoy es el día de Dios. Que no quede nada sin ser iluminado por su luz penetrante. Esa luz nos salva y nos enseña qué necesita ser cambiado en nuestros corazones. Si nos acusan de ser radicales por querer ser de nuestro Dios, ¡qué nos importa! Queremos que Él tome nuestros corazones, queremos regalarle incluso nuestra libertad. ¡Qué nos importa si el mundo no nos entiende por buscarlo a Él y su Reino siempre! Nos perseguirán y dirán en nuestra contra, ¿no lo dijeron contra Cristo? “Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentiras toda clase de mal contra vosotros por mi causa” (Mt. 5, 11). Sabemos que para eso el primer paso es desengancharnos de las cosas del mundo, de la carne, del egoísmo, del orgullo, del pecado. No podemos dejar que las cosas de la tierra nos dominen si es que queremos ser posesión divina. “Yahvé ha sido mi refugio, mi Dios, mi roca de refugio”(Ps. 94, 22). No podemos seguir mirándonos a nosotros mismos, debemos mirar hacia la eternidad, hacia Dios. Si servimos a los pobres, si somos capaces de dar nuestro dinero y tiempo por aquellos que lo necesitan; si visitamos a los enfermos, especialmente a aquellos que no nos devolverán la visita; si luchamos por hacer un mundo mejor, más justo; si servimos a los más débiles, a aquellos que no tienen ni tendrán voz; si hemos descubierto que “hay más felicidad en dar que en recibir” (Hcho, 20, 35); si somos pacientes y perdonamos al que nos ofende aún queriéndonos ofender; si nos preocupamos por nuestro hermano sin trabajo o en soledad. Entonces es que hemos sido capaces de dejar atrás las “enredaderas” del mundo que buscan sujetarnos al suelo de nuestro egoísmo y hemos triunfado en Jesús resucitado. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (san Agustín). Para eso nos ha creado Dios, para que, libremente, seamos de Él.
“Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien trasformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom. 12, 2). Vivimos en el mundo pero no somos del mundo. Esa es la tensión que domina nuestras vidas: estamos en el mundo pero para santificarlo. Si el servicio y nuestras actitudes personales nos pueden transformar interiormente para ser del Señor, la oración y los sacramentos son presencia del Dios que nos ama. Cuando descansamos en el Señor nada nos puede hacer daño. Hemos de ser personas de oración, una oración que transformará nuestros corazones y nos alejará de las tentaciones de grandeza, placer o bienes materiales que nos ofrece el mundo. Eucaristía, confesión, son sacramentos en los que mismo Cristo se nos da para que podamos transformar nuestras almas según su voluntad. Todo para que seamos testigos del amor de Dios. Un amor que transforma todo empezando por nuestro interior. “Si Satanás pudiera amar dejaría de ser malvado”. (Santa Teresa de Jesús). Si nosotros amaramos de verdad… La oración es la oportunidad de llenarnos de ese amor, del de Dios para darlo al mundo. Alejemos de nosotros toda acedía, toda pereza y toda tentación, acojámonos a la oración y gocemos de Dios. “Amad y haced lo que queréis, porque quien posee el amor todo lo posee” (Santa Margarita Maria de Alacoque).
“La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4, 7). La consecuencia de nuestra vida en Cristo es la paz y la felicidad. Una paz que ordena toda nuestra vida hacia Dios y nos aleja de toda tentación de tener miedo. “La libertad, alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones” (Juan Pablo II)”.
¡Qué en este tiempo de bendición y del Espíritu Santo, la Gospa nos ayude a gozar de su amor y a darlo al mundo!
P. Ferran J. Carbonell