“Queridos hijos, mi llamada maternal, que hoy os dirijo, es una llamada a la verdad y a la vida. Mi Hijo, que es la Vida, os ama y os conoce en verdad. Para conoceros y amaros vosotros mismos debéis conocer a mi Hijo, mientras que para conocer y amar a los otros debéis ver a mi Hijo en ellos. Por ello, hijos míos, orad, orad para que podáis comprender y abandonaros con espíritu libre y ser completamente transformados y de este modo tener ya en la tierra el Reino de los Cielos en vuestros corazones. ¡Gracias!”
La alegría del corazón nos aproxima a Cristo, nace de lo más profundo de nuestra alma. La felicidad que nos da el vivir y estar con Cristo, fuente inagotable de amor y gracia. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos, el que permanece en mi y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mi no podéis nada” (Jn. 15, 5). Sencillamente hemos de reconocer que separados de Cristo nada podemos. Si no estamos en Él, el pecado puede dominarnos y vencernos. Ese es el problema fundamental de nuestra sociedad: que muchos viven alejados de Cristo. Demasiados viven su vida como si Dios no existiera. Cristo viene a nosotros y, cómo muchos de los judíos de su época, no lo reconocemos. No sabemos ver su rostro y vivir su vida. Elegimos hacer nuestra voluntad y no buscamos unir nuestro querer al de Dios. Sin Cristo, sin vivir unidos a Él nuestra vida se hunde en la barbarie, la depresión y en el pecado.
Por eso la Gospa no se cansa de repetir que debemos buscar y estar con su Hijo. Permanecer en su Amor. Si miramos nuestro mundo… sentiremos lástima de ver cuantos no conocen a su Salvador. Pero si nos miramos a nosotros mismos, si analizamos nuestra vida y nuestras acciones vemos cuanto hemos de cambiar para que la vida de Cristo fluya por nuestras venas. “Avanzad siempre, andad siempre y obrad siempre mejor. El cojo que sigue buen camino, va mejor y más pronto que el que corre por caminos extraviados” (san Agustín Serm. 11, de vervis Apost). No podemos equivocarnos, sólo en Cristo somos totalmente humanos, sólo Él nos redime. El objetivo de María es conducirnos a Jesús: “Camino, Verdad y Vida” (Jn, 14, 6). Él es el Camino que nos lleva a la gloria eterna; Él es la Vida que nos hace respirar; y Él es la Verdad, la única Verdad. En un mundo relativista, en el que verdad y mentira no se diferencian. Donde la verdad es algo que depende totalmente de la persona que la proclama. El mensaje de la Virgen nos recuerda que existe una verdad interior y exterior al tiempo en nosotros que es causa de alegría permanente. Una Verdad que merece ser proclamada, defendida y vivida. Esa Verdad la custodia, la protege y nos la ofrece la Iglesia: “El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad: ‘Todos (…) los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido en la confirmación’ ” (CEC. 2472). Proclamar la Verdad es proclamar a Jesús: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn. 18, 37b).
Por eso es importante cumplir las cinco armas que la Gospa nos da contra el pecado, las cinco piedrecitas: Oración del Rosario, Eucaristía, lectura de la Biblia, ayuno y confesión mensual. Todo para que podamos dar testimonio con alegría de la Verdad encarnada Jesucristo. Y no sólo para dar testimonio, si no para vivir unidos a la vid y tener vida eterna. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn., 17, 3). Recojamos la invitación del mensaje de la Virgen y vivamos en Cristo. En Él todos nuestros miedos, todas nuestras dudas, enfermedades, desánimos y malos pensamientos quedan disipados. Necesitamos de la Oración para permanecer en Cristo. Necesitamos de la Eucaristía para alimentar nuestro amor y dar gracias. Necesitamos de la lectura de la Biblia para ser testimonios. Necesitamos del ayuno para tener hambre siempre de Dios. Necesitamos de la Confesión para llenarnos de gracia y de perdón. Sin Cristo nada podemos y nada somos.
¡Qué María Madre de Dios nos ayude a proclamar de palabra y de obra a Cristo resucitado!
P. Ferran J. Carbonell