“¡Queridos hijos! Os invito nuevamente a seguirme con alegría. Deseo guiaros a todos a mi Hijo y a vuestro Salvador. No sois conscientes de que sin Él no tenéis alegría, ni paz, ni futuro, ni vida eterna. Por eso, hijitos, aprovechad este tiempo de oración y abandono gozosos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
El camino de la fe no circula por sendas oscuras ni llenas de pesares. El que tiene fe no puede estar triste, necesariamente es luz para todos los que lo rodean. El que vive la fe es como la luna llena que no tiene luz pero la refleja, la fe es reflejar la luz de nuestro Creador. Sin Dios no somos nada. Los cristianos recibimos la llamada precisamente a reflejar esa luz. Ciertamente la vida nos trae momentos de alegría y de tristeza, de luz y de oscuridad, de depresión y de exaltación… pero el que está con Dios sabe vivir todo con serenidad y profunda alegría. Esa felicidad interior viene del convencimiento de que “sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom. 8, 28a). Cada acontecimiento de nuestra historia sirve para dar Gloria a Dios. La invitación que nos hace la Gospa a estar con Jesucristo es, además, a vivir todo desde la alegría del Reino. Un Reino que ya está entre nosotros pero que sigue viniendo para transformarlo todo, primero nuestras vidas y después la sociedad entera. El que vive con Jesús no puede estar nunca triste. “La alegría de corazón es la vida del hombre” (Sir. 30, 22a), una persona triste en realidad no vive, está muerta.
¿Qué significa estar con Jesús? Estar con Jesús quiere decir ordenar nuestra vida para que el sea el todo, el centro, el principio, el final. Jesús da sentido a nuestra existencia. Nuestros sentidos, nuestros afectos han de impregnarse de la fuerza de su Corazón. Nuestra vida laboral, nuestros estudios deben estar llenos de Dios. Nuestras lecturas, nuestros proyectos han de estar poseídos por el Espíritu de Dios. Nuestro ocio ha de buscar a nuestro Salvador. Nuestra vida familiar ha de tener como centro la luz pacificadora del Señor. “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Cor. 10, 31). Si no somos radicales en nuestro estar con Jesús jamás podremos poseer la Vida Eterna que Él nos ofrece. Lo que no es vivir unidos a Nuestro Creador y buscarlo en nuestros hermanos, se transforma en puro egoísmo. El egoísmo no da ni paz ni alegría ni abre las puertas de la Eternidad. “La verdadera alegría es el Creador; justo es, por tanto, que no encuentre sino tristeza quien abandona al Creador para buscar en sí mismo el gozo” (san Gregorio Magno, Moral, I, 12). Si no somos del Señor ¿de quién somos? Si no lo buscamos a Él con todos nuestros sentidos ¿a quién buscamos? Si no nos abandonamos a su providencia ¿en quién confiamos?
“Buscad primero su Reino y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura” (Mt. 6, 33). Buscar el Reino y su justicia. ¿Qué buscamos en nuestras vidas? ¿Qué deseamos? Todo el problema viene de no buscar a Dios por encima de todo. Podríamos decir que el problema de nuestra existencia es que no cumplimos el primer mandamiento: Amar a Dios con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra alma. La prueba de esa falta de amor es que no rezamos suficientemente. Por eso María no deja de insistirnos en la oración. Sin oración no podemos descubrir a Dios en nuestra vida. Con la oración Jesús toca nuestros corazones, transforma nuestras miradas, nos enseña, nos cura, nos vivifica. Debemos estar en continuo contacto con nuestro Salvador. Buscar el Reino, es buscar a Dios mismo. Sabemos que esa búsqueda no acaba en este mundo, apunta a la eternidad. “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn. 6, 39). Pidamos a Dios que ponga en nuestros corazones ese afán de buscarlo, de estar con Él. Sólo con su gracia y su amor tenemos suficiente. Gracia es vivir anticipadamente esa esperanza: la vida eterna. ¿Podemos vivir sin abandonarnos a las manos de Dios? Cómo el niño pequeño necesita de la mano de su padre para caminar así necesitamos nosotros al Padre. Reconocer eso es signo de humildad pero también de sabiduría.
¡Qué María santísima nos conceda la alegría que encontrarnos con Nuestro Salvador!
Padre Ferran J. Carbonell