“Queridos hijos: veis, oís y sentís que en los corazones de mucha gente no está Dios, no lo quieren, porque están lejos de la oración y no tienen paz. Vosotros, hijos míos, orad, vivid los mandamientos de Dios. Vosotros sed oración, vosotros que, desde el principio mismo habéis dicho “sí” a mi llamada. Testimoniad a Dios y mi presencia, y no olvidéis, hijos míos, Yo estoy con vosotros y os amo. Día a día os presento a todos a mi Hijo Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias” (Mt., 5, 17). Jesús viene a dar cumplimento a la ley, pero ¿cuál es ese mandato de Dios? Naturalmente todo lo contenido en la Escritura y, en especial, la ley del amor. El Pentateuco se encuentra resumido en el Amor. Los cristianos no cumplimos los mandamientos de Dios por ser una imposición, lo hacemos porque Cristo nos ha revelado que la intimidad de Dios es amor, un amor que llena todo. Así pues, cumplimos los mandamientos por haber descubierto esa gran verdad nacida del interior del Padre, revelada por el Hijo y ejecutada gracias al Espíritu Santo que se nos ha dado. Como hijos por el bautismo sabemos que, aquello que agrada a Dios, es lo que nuestros corazones anhelan y desean. El cumplimiento del mandato de Dios no es ya una ley exterior, es una ley que, inscrita en el interior de la humanidad, se extiende a toda la actividad humana por doquier. El amor lo mueve todo. Por eso vivir los mandamientos significa amar lo que Dios ama, pues haciéndolo lo amamos a Él de manera inefable. Llevar hasta las últimas consecuencias la ley significa el amor. “Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los Mandamientos” (Mt., 19, 17), no puede ser más claro el Señor. ¿Por qué no hacemos su voluntad? No podemos permitir que el pecado domine nuestra vida, debe ser el amor a Dios y al prójimo lo más importante, hay que amar con radicalidad y sin límites. Ese es el mandamiento primero y mejor de todos. “Ama y haz lo que quieras; si te callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; ten la raíz del amor en el fondo de tu corazón: de esta raíz solamente puede salir lo que es bueno” (San Agustín de Hipona). “Vosotros sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt., 5, 48).
“En otro tiempo no conocíais a Dios y servíais a los que son realmente dioses. Pero ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, que Dios os ha conocido, ¿cómo es que volvéis otra vez a esas pobres y flacas realidades terrenas a las que de nuevo queréis servir? (Gal., 8-9). Muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo han decidido vivir como si Dios no existiera. O peor aún, no creen en Dios. Algunos por pereza: creer significa dejar que Dios cambie las vidas. Otros han cambiado y puesto en su lugar al poder, el dinero, la ciencia, el consumo… es dejar a Dios y poner, en su lugar, los ídolos. ¡Qué triste! Vivimos vacíos, angustiados por falta de Dios. Volvemos una y otra vez a nuestro pecado. Nos falta la paz, la mirada serena, la mirada misericordiosa de Dios. La única solución, y no queremos percatarnos de ello, es la oración con el corazón, la Eucaristía, la confesión, el ayuno, el rosario, la lectura de la Biblia. No tenemos otras armas para librarnos de la idolatría y del pecado. Nos obstinamos en encontrar otros caminos que nos llevan a la perdición una y otra vez y rechazamos el que Dios nos da a través de la Virgen y de los santos. No podemos desoír más la voz del Señor. “Aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito” (Benedicto XXVI, Audiencia, 11 de mayo).
¡Qué la Gospa nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell.