“¡Queridos hijos! En este tiempo de renuncia, oración y penitencia, os invito de nuevo: id a confesar vuestros pecados para que la gracia pueda abrir vuestros corazones, y permitir que ella os cambie. Convertíos, hijitos, abriros a Dios y a su plan que tiene para cada uno de vosotros. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
No es extraño que al empezar el tiempo de Cuaresma la Virgen nos invite a conversión y a la confesión. Ese cambio la Gospa lo centra en tres puntos: renuncia, oración y penitencia. El fruto es la gracia, tener la fuerza para cumplir su voluntad y permanecer en su íntimo amor.
Renuncia del pecado y del tentador. No sólo hay que renunciar al pecado, estamos llamados a vivir de la misma santidad de Dios. Esa santidad y esa renuncia vividos desde la cotidianidad y la sencillez. Renunciar supone a menudo dar valor a aquellas cosas que nuestro mundo rechaza y considera inútiles: el amor por la vida aún por de aquel más débil, el servicio gratuito, el sacrificio por el Reino, la castidad, la dignidad humana, la oración… Renunciar es alejarse del pecado para alcanzar el amor de Dios. Si miramos la vida de todos los santos es siempre renuncia. Renuncia a la propia vida, al pecado, al mundo. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16, 24).
Para poder renunciar es necesario entender que Dios nos lo da todo en la oración. Nuestro mundo rechaza la oración porque es orgulloso, porque no produce nada material. En cambio la oración nos da los bienes más altos e inimaginables. La oración del Santo Rosario con el que imploramos la gracia a través de María. La oración del alma con la que descansamos en Dios mismo. La insistencia en la oración es siempre necesaria, con ella vivimos unidos a Aquel que nos ha creado y nos llama a estar con Él para toda la eternidad.
Cristo ha venido “a llamar a los pecadores a la penitencia” (Lc. 5, 32) ¿Quién no se siente pecador? El que dice que no peca es un orgulloso y en su corazón no hay sitio para Dios. Además es un mentiroso. Confesarse y hacer penitencia hacen que la gracia abra nuestros corazones. Como dice san Ambrosio de Milán: “Ninguno debe desconfiar de la misericordia de Dios; ninguno debe desesperar de su salvación con la vista de los pecados de la vida pasada, porque Dios sabrá mudar la sentencia de vuestra condenación, si vosotros sabéis corregir la iniquidad de vuestra vida “ (Lib. 2 in c. 1 Luc. Sent. 77).
Ojala que este tiempo de Cuaresma sea también el de nuestra conversión, con humildad dejemos que el Espíritu Santo trabaje nuestros corazones como lo hizo con el de la Llena de Gracia. “Despojaos del hombre viejo con todas sus acciones y vestíos del nuevo” (Col 3, 9).
P. Ferran J. Carbonell