“¡Queridos hijos! En este tiempo de gracia les llamo para que lleguen a ser amigos de Jesús. Oren por la paz en vuestros corazones y trabajen por vuestra conversión personal. Hijitos, solamente así vosotros podréis llegar a ser testigos de la paz y del amor de Jesús en el mundo. Abránse a la oración para que la oración sea una necesidad para vosotros. Conviértanse hijitos, y trabajen para que muchas más almas conozcan a Jesús y Su amor. Yo estoy cerca de vosotros y os bendigo a todos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”
El tiempo de Cuaresma en que nos encontramos es un tiempo de gracia, nos advierte la Bienaventurada Virgen María en su mensaje. El tiempo de gracia comenzó con la venida de Jesucristo. En muchos mensajes anteriores, la Virgen nos quiere llamar la atención sobre esta realidad en nosotros y en los que nos rodean. Su presencia aquí es una gracia y un don para aquel que la acepta como madre de su vida y madre de su paz. Cada palabra suya y mensaje es un llamado del corazón de madre dirigido al corazón del hombre.
También en este mensaje, la Madre María desea que nos convirtamos en amigos de Jesús, que no nos comportemos como extraños con respecto a El, sino que hagamos amistad y lo aprendamos a conocer día tras día. Y unos y otros podemos convertirnos en verdaderos amigos cuando nos hacemos amigos de Jesús. Podemos considerarnos creyentes y cristianos, podemos asistir a la Santa Misa dominical, confesarnos regularmente, podemos vivir exteriormente nuestra fe y no conocer a Jesús ni hacer amistad con El. No podemos decir nunca que conocemos de manera suficiente a Jesús. A El solamente lo podemos buscar y encontrar, ya que El fue el primero que comenzó a buscarnos. Como dice San Juan Apóstol: “Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz. Cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti. Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico y yo estoy enfermo; Tú eres misericordioso y yo soy miserable. Toda mi esperanza estriba en tu muy grande misericordia, Dios mío.” Necesitamos tales experiencias de la cercanía de Dios, y a tales experiencias, de cercanía y de amistad, la Virgen nos quiere conducir.
Para convertirse hay que trabajar. Pero la conversión es algo tan grande que no puede apoyarse solamente en la fuerza del hombre. La conversión supera al hombre. El mal es más fuerte que el hombre y lo quiere paralizar. Por eso necesitamos a Dios. Unicamente Jesucristo nos puede sacar del pecado, de la pereza, del egoísmo, de la mentira y del mal. Pero de nosotros se espera que tomemos el paso decisivo. Por sí solos no podemos cambiar ni convertirnos, pero podemos decir “sí” a Dios. Hacer un cambio fundamental en la propia vida, tomar las palabras de Jesús como divinas y no humanas. Son palabras que pueden sanar, salvar y convertir al hombre. Sólo en ese caso, podremos decir con San Pablo: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20).
Gracias a ti, Madre María, porque nos das el medio que nos puede llevar a Jesús. Que por tu intercesión, nuestros corazones descubran cada vez más la oración como una necesidad. Que haya cada vez más gente que por amor hacia Dios y hacia sí mismos, puedan descubrir la oración no como una obligación sino como una necesidad imperiosa.
Fr Ljubo Kurtovic
Medjugorje 26.2.2002