«Queridos Hijos: Que este tiempo sea para vosotros tiempo de oración personal, para que en vuestros corazones crezca la semilla de la fe, y pueda crecer en testimonio alegre para los demás. Yo estoy con vosotros y deseo exhortaros a todos: creced y alegraos en el Señor que os ha creado. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada! »
El Señor nos ha creado. ¡Qué fácilmente nos olvidamos de eso! Nuestro orgullo, nuestro egoísmo, nuestra confianza en nosotros mismos, nuestro ensimismamiento, nuestra búsqueda de placer… todo nos lleva a dejar que una verdad fundamental se nos esconda: Dios nos ha creado. Somos obra de sus manos. Nos crea por amor, no porque nos necesite. Nos ama. Somos obra de sus manos: “Grande eres, Señor, y laudable sobre manera; grande es tu poder, y tú sabiduría incontable ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de Tú creación, y precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios? Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le impulsas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti” (Conf. San Agustín). Dios nos mueve a amarle, a alabarle. No estamos completos sin buscarlo a Él bondad absoluta. Dios nos ha amado por encima de todo lo creado. Crea amando pero por encima de todo, “apenas inferior a un dios” (Ps., 8), nos hizo a nosotros. A cada uno de nosotros. Y nuestra respuesta debe ser la alabanza, el amor.
Dios crea con su Palabra. “En el principio existía la Palabra la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada” (Jn. 1, 1-3). Por eso Cristo esta presente desde el principio y se nos da a conocer en nuestra vida. Dios se hace creación para enseñar a lo creado cual es el camino que lleva a Dios. “Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios” (Jn. 1, 12-13). El problema es que el hombre anda tan ‘distraído’ en cosas innecesarias, se deja dominar de tal manera por el pecado que se olvida de Aquel que nos lo ha dado todo. La fe es, en ese sentido, acoger con agradecimiento la filiación divina. El bautismo es la aceptación consciente de ese nuevo y definitivo nacimiento de Dios. Cuando somos bautizados de niños nuestros padres y padrinos se comprometen ha hacer consciente en nosotros esa llamada, para que podamos responder adecuadamente, con el corazón y toda nuestra alma. Lastimosamente dejamos que el demonio, con ayuda muchas veces de nuestra sociedad, nos llene de orgullo y ofusque nuestro afecto e entendimiento para que no lo acojamos. La Gospa nos exhorta como san Pablo “no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis sus apetencias. Ni hagáis ya de vuestros miembros instrumentos de injusticia al servicio del pecado; sino más bien ofreceos vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros miembros, como instrumentos de justicia al servicio de Dios. Pues el pecado no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia” (Rm. 6, 12-14). Esa es nuestra alegría, Cristo por su gracia nos hace hermanos suyos e hijos de Dios. Podemos vencer el pecado a golpe de gracia, gracias a Dios.
Pero para todo ello es necesario la oración y el testimonio personal. Ambas cosas imprescindibles en nuestra vida cristiana. Mediante la oración nos unimos a nuestro Salvador y, fruto de esa unión, somos impulsados a testimoniarlo al mundo. Para que los que no creen lleguen a la fe, para que todo hombre reconozca que sólo Jesús salva. Oración del santo Rosario con el corazón, Eucaristía, lectura meditada de la Biblia, ayuno y confesión mensual, son las armas para vivir de Cristo y con Cristo. El testimonio, consecuencia de conocer a Cristo se centra en su resurrección “ser testigo de Cristo es ser ‘testigo de su Resurrección’ (Hch. 1, 22), ‘haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos’ (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él” (CEC. 995).
Pidamos de manera especial a la Virgen que nos ayude a crecer en la fe y a reconocer ante todos los hombres que sólo Jesús salva y a alegrarnos en el Señor que nos ha creado. Así sea.
P. Ferran J. Carbonell