“¡Queridos hijos! También hoy os invito a la oración. Que la oración sea como la semilla que pondréis en mi corazón, y que yo entregaré a mi Hijo Jesús por vosotros, por la salvación de vuestras almas. Deseo, hijitos, que cada uno de vosotros se enamore de la vida eterna, que es vuestro futuro, y que todas las cosas terrenales os sean de ayuda para que os acerquéis a Dios Creador. Yo estoy tanto tiempo con vosotros porque estáis en el camino equivocado. Solamente con mi ayuda, hijitos, podréis abrir los ojos. Hay muchos que al vivir mis mensajes comprenden que están en el camino de la santidad hacia la eternidad. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
De nuevo una invitación de la Gospa a la oración. Como en las ‘bodas de Caná’, María, quiere interceder a favor de la humanidad entera. María desea interceder por nosotros ante su Hijo. Como en Caná de Galilea hoy María le presenta nuestras necesidades: “no tienen vino” (Jn. 2, 3). Por eso la oración es una semilla en el corazón de la Virgen. Ella recoge las necesidades de todos y las lleva ante su amado Hijo. La oración no es algo superficial o accidental. La oración mueve el corazón del hombre e interpela a Dios. La oración debiera vertebrar la vida del hombre, sin ella sólo hay obscuridad, pecado. “Gracias a que Dios le bendice, el hombre en su corazón puede bendecir, a su vez, a Aquel que es la fuente de toda bendición” (CEC. 2645). Jesús, como en aquel primer milagro, escucha a la Madre y manifiesta su gloria al mundo.
Cuando parece que la humanidad está perdiendo su dirección es necesario volver nuestros ojos al cielo. Cuántas veces nos dejamos mover por la envidia, el rencor, el orgullo… Cuántas veces nos creemos los mejores, jueces de todo. Nuestro orgullo, no sólo imposibilita nuestro encuentro con el Señor, nos aleja de la verdad y de los hermanos. Sólo entregando nuestra oración a la Madre, confiando en Ella, sólo siendo humildes podemos salir del pecado y encontrarnos con nuestro Salvador. Pero nos centramos en nosotros y en nuestras apetencias. Juzgamos según nuestro criterio. ¡Cuántas batallas estériles! Debemos cambiar nuestra mirada y ver a Dios en los otros. Tener su mirada misericordiosa, llena de amor. Buscar el Reino de Dios, saberlo cercano. Tenemos que analizar cual es el motivo de nuestros actos. Que es lo que nos mueve a actuar. Y, por fin, huir del pecado y de la maldad, evitar los fines estériles y los medios engañosos. “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt. 16, 26).
Por eso lo importante no es el mundo. Lo único realmente importante es el Cielo. Esa es nuestra esperanza. La muerte, la enfermedad, el sufrimiento… no tiene la última palabra. Ese es el anhelo de todos los que peregrinamos en este mundo: “el cielo y la tierra nueva” (Ap. 21, 1). Tal como nos exhorta san Agustín: “El que vive en pecado mortal no vive. Que muera para el pecado a fin de no morir para la eternidad; que se convierta para no ser condenado” (de morib.).
La humanidad entera tiene que rectificar el camino, convertirse. La lucha por ese cambio empieza en nosotros mismos. No podemos excusarnos en nuestra sociedad o en nuestros amigos. Tenemos que reaccionar con personalidad buscando a Dios y su Reino. “Buscad más bien su Reino y esas cosas se os darán por añadidura” (Lc. 12, 31). ¡Qué nuestra vida sea Dios y nuestra esperanza Cristo! Busquemos la eternidad.
P. Ferran J. Carbonell