“Queridos hijos, también hoy, con la esperanza en el corazón, oro por vosotros y doy las gracias al Altísimo por cada uno de vosotros que vivís mis mensajes con el corazón. Agradeced al amor de Dios porque puedo amaros y guiaros a cada uno de vosotros por medio de mi Corazón Inmaculado, y también hacia la conversión. Abrid vuestros corazones y decidíos por la santidad, y la esperanza hará nacer la alegría en vuestros corazones. Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“Pero a todos los que lo recibieron, los que creen en su nombre, les dio la potestad de ser hijos de Dios” (Jn. 1, 12). Creer en el nombre de Jesús significa no sólo proclamar de viva voz su realeza, significa ante todo un cambio del corazón, la conversión. La conversión ha de alcanzar a todo nuestro ser personal. Hasta lo más íntimo de nosotros mismos ha de ser para Dios. Para que su gracia alcance de verdad nuestros corazones es necesario que nos entreguemos totalmente al Señor. Sin la oración esto se hace del todo difícil. Muchas veces, el Maligno, nos ha hecho creer que este era sólo un mensaje para curas o monjas. Pero la llamada a la conversión es universal. Todos debemos cambiar nuestros corazones y aproximarnos a Dios. La conversión no es algo intelectual, ni un esfuerzo personal. La conversión es un don de Dios que afecta toda la vida. Toda la existencia. Convertirse significa, en definitiva, entrar en relación con Dios y descubrir como Él va interviniendo en nuestras vidas. “Jesús dijo: ‘Estoy en la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo’” (Ap. 3, 20). Esta llamada a la radicalidad evangélica asusta a muchos corazones tibios. Pero si no abrimos la puerta de nuestros corazones a esa llamada del Señor nos condenamos. No solo vivimos una vida mediocre, la perdemos. Por eso no hemos de tener miedo a responder a la llamada del Señor. Una llamada a vivir una vida más plena, más alegre, más justa, más sincera, más sencilla, más profunda. No podemos atemorizarnos por lo que Dios nos pueda pedir, más bien tenemos que confiar que lo que quiere es mejor que lo que nosotros podemos desear. Abrirle la puerta a Cristo significa dejar que Él permanezca definitivamente en nosotros. Tenemos que llegar a sentir lo que Cristo siente. Así de radical es lo que nos pide el Señor. Si obramos así Él lo cambiará todo. “Ser mejor equivale a haber cambiado muchas veces” (Cardenal Newman).
“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1Jn 4, 7- 9). No basta con amar a Dios, hay que amar a Dios en los hermanos. El que no ama no tiene vida. Contra la falta de valores morales tan visible en nuestro mundo, conviene recordar la verdadera dimensión del amor cristiano. Hay que saber ver el rostro de Cristo en el hermano, especialmente en el pobre y el enfermo, en el anciano y el explotado. Cambiar nuestro corazón para transformar el mundo. Si de verdad descubrimos la fuerza del amor de Dios, su presencia real en la Eucaristía, esa verdad nos debe obligar a servir a nuestro prójimo. “Si no eres hombre de oración, no creo en la rectitud de tus intenciones cuando dices que trabajas por Cristo” (San Josemaría Escrivá de Balaguer). Rezar es imprescindible en la vida de acción del cristiano. Tantos necesitados del amor de Dios, tantos con los que nos podemos encontrar con Cristo. La experiencia de muchos santos es que se han encontrado con Dios en los demás cuando han servido al que lo necesitaba y cuando alguien los ha ayudado a ellos mismos. Dios se manifiesta por doquier. “Amar al prójimo debe ser tan natural como vivir y respirar”. (Beata Madre Teresa de Calcuta). ¡Es tan fácil servir al hermano! A veces sólo hace falta ser amable, sonreír, estar ahí; otras veces dar algo de lo que nosotros necesitamos por amor. La generosidad es una verdadera virtud que en nuestro tiempo no ejercemos lo que deberíamos. Pero ese amor al prójimo debe ser silencioso, humilde “que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda” (Mt. 6, 3). Amar a los demás es amar a Dios. “¿Quieres que tu mejor acción siga siendo la mejor? No se la cuentes a nadie” (Juan Pablo II). “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Jn. 17, 26). Esa es al fin nuestra vida: ser amados y amar.
¡Qué la Gospa nos ayude a abrirnos a la santidad con alegría!
P. Ferran J. Carbonell