“¡Queridos hijos! Con gran alegría, también hoy, deseo nuevamente invitaros: orad, orad, orad. Que este tiempo sea para vosotros tiempo de oración personal. Durante el día buscad un lugar donde, en recogimiento, podáis orar con alegría. Yo os amo y os bendigo. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“Orad constantemente. En todo dad gracias, pues es lo que Dios en Cristo Jesús quiere de vosotros” (1 Tes. 5, 17-18). La exhortación a la oración es insistente en la Escritura y lo es también en Medjugorje. Orad, orad, orad, esas palabras deben resonar en nuestro corazón con fuerza. Seríamos necios si después de tanto oírlas no las lleváramos a término. La oración es una necesidad. Igual que para vivir necesitamos respirar, beber y comer, necesitamos de la oración para vivir en Cristo. Desgraciadamente nuestro corazón herido por el pecado busca saciar su hambre de Dios con otras cosas que nos hunden en las tinieblas de la muerte. ¿Qué anhela nuestro corazón? Cuantas veces el orgullo del reconocimiento, el egoísmo de lo material, la idolatría del dinero, la avaricia del tener, la envidia sinsentido, la mediocridad… lastran nuestro elevarnos a Dios. La constancia en la oración nos ayuda a reconocer que sólo Dios es. Sin Él nada podemos y nada somos. Revisemos afondo nuestra alma, o somos místicos o estamos condenados a la muerte. Cristo nos llama a estar con él, a amarlo y dejarnos amar. Si no cumplimos con esa llamada nuestra vida es un fracaso. María nos introduce en una escuela de oración imprescindible para nuestra vida. Ella confía plenamente en Dios, ella medita y guarda en el corazón, ella magnifica al Señor, ella está al pie de la cruz, intercede, contempla, vive… ¡Su mística debe ser la nuestra!
Debemos aprender a dar gracias, Jesús desea que seamos agradecidos. ¿Cuántas veces olvidamos dar gracias? Dar gracias al Creador que nos ha hecho suyos y nos ama. Dar gracias a los hermanos, a los padres, a los hijos, a los amigos… Dar gracias, ser agradecidos. Reconocer que todo lo que somos lo debemos a otro: a Dios y a los hermanos. Todo es don. La persona agradecida es humilde y ayuda a la humildad. Vivimos en una sociedad donde parece que se ha perdido esa bonita palabra. Es cierto que la oración no es sólo acción de gracias; la oración es alabanza, petición, bendición, contemplación, intercesión… Pero “la acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de la salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su cabeza” (CEC. 2937).
“Es una costumbre muy buena y loable empezar cuanto se dice y se hace, pidiendo a Dios sus auxilios y concluir dándole gracias” (San Gregorio Nazianceno Sent. 1 de orat. 3). Simplemente siguiendo esta recomendación oraríamos con más constancia. ¡Qué fácil aprovechar todo para rezar y, en cambio, que duro es nuestro corazón! Aprendamos a hacer una sencilla oración al empezar y al acabar cada cosa, cada acción, cada charla, cada misa, cada comida, cada trabajo, cada estudio, cada reunión, cada viaje, cada momento de ocio… ¡Cuánto tiempo desaprovechado para estar con Dios y rezar!
No hay verdadera vida cristiana si no hay oración. No nos cansaremos de repetirlo, un cristiano sin oración es como una madre sin hijos, o como un día sin sol. La falta de oración lleva aparejada la falta de coraje en el anuncio del Evangelio. Si queremos recuperar la fuerza del Evangelio en nuestras vidas y en la Iglesia debemos entrar en una vida de oración. En cierta ocasión el venerable papa Juan XXIII nos exhortaba diciendo: “La oración es el aliento del alma. Por desgracia, la visión del mundo en el orden espiritual es triste. Si miramos al número de los mortales, son pocos los que oran; poquísimos los que saben orar bien. Y sobre esta muchedumbre de silenciosos y mudos ante el Señor, que sin embargo ha entablado y quiere el diálogo con cada uno de nosotros, se cierne triste y trágica la sentencia de uno de los más modernos y santos doctores de la Iglesia, san Alfonso María de Ligorio: <<Quien ora, se salva; quien no ora se condena>>.” Está claro, ¿no?
¡Pidamos a la Gospa que interceda ante su Hijo para que nos conceda una necesidad constante de estar con Él!
Padre Ferran J. Carbonell