“¡Queridos hijos! Mientras miráis en la naturaleza la riqueza de colores que el Altísimo os da, abrid el corazón y orad con agradecimiento por todo el bien que tenéis, y decid: “he sido creado aquí para la eternidad”, y anhelad las cosas celestiales, porque Dios os ama con un amor infinito. Por eso, Él también me dio a vosotros para deciros: solamente en Dios está vuestra paz y esperanza, queridos hijos. Gracias por haber respondido a mi llamada”.
”Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaria y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Al verlos, les dijo: Id y presentaos a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: ¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado” (Lc. 17, 11-19). Tenemos que aprender a dar gracias con el corazón. El que es capaz de ser agradecido comprende que todo lo debe a otro: le que uno es, su vida, el vestido que lleva, la casa donde vive, su trabajo… Todo lo debemos a otros, especialmente, a Dios. Él nos da todo amorosamente y sin esperar nada a cambio. Gratis. El corazón que sabe decir gracias es un corazón humilde, y donde hay humildad puede haber oración, hay sitio para Dios. Desgraciadamente, esa actitud, esa palabra se ha perdido en nuestra sociedad. Vivimos pensando que todo nos lo deben y todo es fruto de nuestro esfuerzo. Hay dos palabras mágicas para convertir nuestro corazón: gracias y perdón. Nos cuesta dar las gracias por nos cuesta también perdonar. La culpa, desde Adán y Eva, es siempre de los demás, del ambiente, de las circunstancias… El ser humano ha dejado de ser responsable de sus actos. Así sucede lo que sucede. De ambas actitudes nos da testimonio la vida de Jesús. Él supo ser agradecido al Padre y murió perdonando a toda la humanidad. De ahí nace que sepamos mirar al mundo de otra forma, con entusiasmo y con sorpresa. “Cuando un hombre descubra sus faltas, Dios las cubre. Cuando un hombre las esconde, Dios las descubre, cuando las reconoce, Dios las olvida”. (San Agustín).
El fin de nuestra vida, no nos cansamos de decirlo, es Dios mismo. Por más que nos afanemos en conseguir bienes pasajeros, nuestra vida tiene un final y, aunque lo oigamos mil veces, nada nos vamos a llevar el día de la muerte. Al final cuenta nuestra fe y el amor. El Amor que nos transciende, que es eterno. El Amor que todo lo puede. El Amor que es Dios. San Juan de la Cruz (1542-1591) nos lo ilustra con un magnifico poema. Lo transcribo para que nos sirva de oración:
Llama de amor viva
¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres, 5
¡rompe la tela de este dulce encuentro!
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe 10
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida has trocado.
¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido, 15
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
color y luz dan junto a su querido!
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno 20
donde secretamente solo moras,
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno,
cuán delicadamente me enamoras!
¡Qué la Gospa nos ayude a encontrar con Jesús, nuestra paz, nuestra esperanza y nuestra alegría! Él es nuestro todo.
P. Ferran J. Carbonell