“Hijos míos, nuevamente les ruego maternalmente que se detengan un momento a reflexionar sobre ustedes mismos y sobre la transitoriedad de esta vuestra vida terrena. Mediten luego acerca de la eternidad y sobre la eterna bienaventuranza. ¿Qué desean? ¿Por cuál camino quieren andar? El amor del Padre me envía para que yo sea para ustedes mediadora; para que con amor materno les muestre el camino que conduce a la pureza del alma, de un alma no cargada de pecado, de un alma que ha de conocer la eternidad. Ruego que
la luz del amor de mi Hijo los ilumine, que venzan las debilidades y salgan de la miseria. Ustedes son mis hijos y yo los quiero a todos en el camino de la salvación. Por ello, hijos míos, reúnanse en torno a mí, para que pueda hacerles conocer el amor de mi Hijo y así abrir la puerta de la bienaventuranza eterna. Oren, como lo hago yo, por sus pastores. Nuevamente los amonesto: no los juzguen, porque los ha elegido mi Hijo. Gracias.”
Nadie se ha creado a sí mismo así como nadie puede salvarse por sí mismo.
Salvarse de qué, preguntan algunos. Salvarse de la muerte y de toda muerte
del alma. Nadie que no sea el Señor puede dar la paz verdadera y sanar el
alma en lo profundo. Los males espirituales no se curan con psicofármacos.
Muchos se agitan, se llenan de cosas para hacer o para tener y lo único que
logran es correr tras el viento. Se mueven aunque la mayoría de las veces no
se sabe hacia cuál destino final. Los días y los años pasan y la mayoría sin
dejar rastros. Esto le ocurre a muchos, pero nadie está exento de caer en la
vorágine sin darse cuenta. Por eso, el llamado de la Virgen es a todos, no
sólo a los más alejados. Es momento de detenerse, dice nuestra Madre, y de
reflexionar. De salir de la narcosis, del letargo o del aturdimiento que
tapa la verdad de nuestra vida en la tierra. Nuestra vida es corta. Dice el
salmista que se puede vivir hasta los 70, los más robustos hasta los 80 pero
la mayoría de esos años son fatiga y vanidad pues pasan rápido y nosotros
volamos (Cf. Sal 90). Somos como la flor del campo que hoy está y mañana
pasa un soplo y desaparece (Cf. Sal 103).
Todo pasa y nuestra vida también. ¿Es que la muerte es el fin de
todo? Ciertamente no lo es. ¿Entonces para qué fatigamos? ¿Dónde van
dirigidos nuestros esfuerzos y nuestras preocupaciones? ¿Para lo efímero o
para lo eterno?
Porque fuimos creado para la vida y no para la muerte, ésta se
presenta como una irrupción que contradice nuestra propia íntima naturaleza.
Anhelamos la eternidad, lo infinito. Pero no una eternidad de sucesión de
días como los que vivimos aquí en la tierra. Eso sería un castigo no una
dicha. La bienaventuranza es gozar de toda la belleza y el bien que nadie
vio ni escuchó ni corazón humano puede llegar a concebir. Es lo que Dios
tiene preparado para aquellos que lo aman (Cf. 1 Cor 2:9).
¿Queremos transitar el camino de esta vida sin horizonte
trascendente o queremos encaminarnos hacia esa eternidad que atisbamos por
nuestra fe y que ahora viene a nuestro encuentro en la Enviada de Dios?
Cristo resucitó. Cristo está vivo. Cristo es la Resurrección y la
Vida. Y nos llama a la vida, vida en abundancia, vida eterna que podemos y
debemos elegir ya, ahora, sin dilaciones.
Pero, para saber de qué estamos hablando, para conocer el
significado profundo del mensaje de la Virgen Santísima que se ofrece como
mediadora y guía hacia la verdadera felicidad de la eternidad, el alma, el
corazón, debe ser puro. El de corazón puro verá a Dios (Mt 5:8); el de
corazón puro es el que podrá estar en el recinto santo y en el monte del
Señor (Cf. sal 24), es decir que será elevado por Dios a las alturas
espirituales de inefable felicidad. Todo eso implica purificación porque
nadie puede decir que él mismo ha limpiado su corazón (Cf. Prov 20:9).
El pecado agobia el alma y lleva a la tristeza, al alejamiento del
bien. Sólo el amor de Cristo salva. Ese amor es el mismo del Padre y es el
que nos ofrece la Santísima Virgen. Ella conduce al Hijo para que el Hijo
por su amor misericordioso purifique nuestro corazón.
El sentir de la Madre del Señor es el mismo de Dios: que todos los
hombres se salven. Dios salva de la muerte, de toda muerte, en Jesucristo y
en Él y por Él nos ofrece la gracia de la salvación. A nosotros nos toca
acogerla y fructificarla. Es de san Agustín el famoso aforismo: “Dios, que
te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Este Padre de la Iglesia de
Occidente, con su genialidad, sentencia en pocas palabras la verdad que la
salvación, siendo obra primaria de Dios, requiere la participación del
hombre que acoge la gracia salvífica.
En tiempos de gran confusión espiritual, de confusión en la
doctrina de la fe y en la moral; en tiempos de silencio y hasta ausencia
pastoral (cuando sólo muy pocas voces se alzan para anunciar la salvación en
Jesucristo, para denunciar el pecado del mundo, y para guiar al pueblo de
Dios);en tiempos tan difíciles, Dios nos ofrece la salvación a través de la
Santísima Virgen.
Muchos aún son reacios a reconocer la autenticidad de estas
apariciones extraordinarias en tierra de Herzegovina, objetando que nunca se
vio apariciones tan largas (no es cierto porque las de Laus se dieron
durante un período de 54 años, aunque no eran diarias); además argumentan
que son diarias y habla mucho y que se repite en sus mensajes. Pero, ¿es que
están ciegos y no ven la oscuridad en que está sumida la tierra? ¿Es que no
perciben que las grandes verdades de la fe están acalladas o falsificadas?
¿Es que no se dan cuenta que María es Madre de toda la humanidad y cuando la
humanidad está al borde del cataclismo y de la autoextinción, Ella debe
estar presente?
Días pasados le decía a una persona que hacía esas objeciones -y
que muchos, sobre todo teólogos, hacen- que si ante este momento dramático
para la humanidad, que se puede volver en cualquier momento trágico para
todos, no existieran estas apariciones, entonces dudaría yo que la Virgen es
nuestra Madre. ¿Cómo nos va a dejar solos? El P. Slavko contaba la
conversión de un psicoterapeuta protestante al catolicismo por las
apariciones de la Virgen en Medjugorje. Cuando el P. Slavko le preguntó cómo
había sido su conversión aquél le contestó: “Me convencí que aquí se
aparecía la Virgen cuando reconocí que Ella es Madre. Como psicoterapeuta sé
que la principal causa de los problemas en las familias en Occidente se debe
a la ausencia de la figura materna. Pues Ella viniendo todos los días,
repitiendo las mismas cosas, está mostrando que es Madre, Madre de todos
nosotros, sus hijos”. Ella viene a sanarnos, a reunirnos en torno a Ella,
para llevarnos a su Hijo y Él a la Vida, a la felicidad que no termina.
Finaliza este mensaje reiterando, y amonestando porque no se le
hace caso, que hay que orar por los pastores (sacerdotes y obispos) y no
juzgarlos. Por más que seamos malos, que podamos dar escándalo y
comportarnos indebidamente, dando mal ejemplo y desviando al pueblo de Dios,
la Madre de Dios no viene a acusarnos sino a orar por cada uno de nosotros.
Nos pide que la imitemos, que recemos todos por nuestros pastores para que
no se condenen, para que rectifiquen el rumbo, para que sean buenos pastores
de la grey que les ha sido confiada, para que enseñen la recta doctrina
católica y la vivan, para que sean santos y santifiquen al pueblo de Dios.
Ya lo dijo la Santísima Virgen: Ella ha de triunfar con sus pastores.
P. Justo Antonio Lofeudo
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¡Bendito, Alabado y Adorado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del
altar!