“¡Queridos hijos!, desde hace mucho tiempo estoy con vosotros y durante el mismo os he mostrado la presencia de Dios y su infinito amor, el cual deseo que todos vosotros conozcáis. ¿Y vosotros hijos míos? Vosotros continuáis sordos y ciegos; mientras miráis el mundo que os rodea, no queréis ver hacia dónde se dirige sin Mi Hijo. A pesar de ser Él, la fuente de toda gracia, renunciáis a Él. Me oís mientras hablo, pero vuestros corazones están cerrados y no me escucháis. No oráis al Espíritu Santo para que os ilumine. Hijos míos, la soberbia ha prevalecido. Yo os muestro la humildad. Hijos míos recordad: sólo un alma humilde resplandece de pureza y de belleza, porque ha conocido el amor de Dios. Sólo un alma humilde se convierte en un paraíso porque en ella está Mi Hijo. ¡Os agradezco! Una vez más os pido: orad por aquellos a quienes mi Hijo ha escogido, es decir, sus pastores.”
Sabemos que los días dos de cada mes la Santísima Virgen los dedica a la oración por aquellos que aún no conocen el amor de Dios: los distantes, los que a sí mismo se llaman ateos o agnósticos, los que van por caminos errados, los tibios e indiferentes y tantos otros que creyéndose cristianos en realidad no lo son porque no se han encontrado con Cristo, porque no saben de su amor. Al mismo tiempo resulta evidente que estos mensajes van dirigidos no a los que no llegarán a leerlo sino sobre todo a quienes sí los leemos. Quiere esto decir que, en primer lugar, este mensaje va dirigido a cada uno de nosotros. Debo asumir que va dirigido a mí, sacerdote, así como a todos los demás que han sabido de ellos. Somos los que estamos seguros que Dios está actuando en Medjugorje desde hace más de treinta años. Sin embargo, y esto es lo que debemos admitir, creer en las apariciones y en la veracidad de los mensajes no nos exime ahondar en el cumplimiento de los mismos y de reconocer que podemos y tenemos el deber de hacer más. Porque, atención, también se puede “ser ciego y sordo” cuando se mira para otro lado y no se siente aludido por llamados como el del actual mensaje. Una vez más vale recordar que la conversión no es un estado que se ha alcanzado y ya está, como un grado que se conquistó. No es así. La conversión es un camino, que necesita ser transitado día a día. Por eso, nadie puede ni debe decir “estoy convertido” o “me convertí”, en primer lugar porque nadie se convierte por sí solo sino que es Dios quien convierte, y luego por lo dicho, porque siempre estamos en proceso de conversión, el cual concluirá el último día de nuestra vida aquí en la tierra.
Dice la Santísima Virgen que estamos mirando al mundo sin ver hacia dónde va sin su Hijo. El mundo sin Cristo va a la perdición. No basta mirar en torno la devastación de este mundo que hace cada vez menos sin Dios si no se ve en profundidad que cada uno es parte importante del plan de salvación divino. Ese plan empieza por la propia conversión diaria al Señor. La obra es de Dios pero cada uno debe co-operar (unirse a la obra) poniendo de lo suyo, poniendo su voluntad para permitir que la gracia lo penetre y transforme.
Porque no alcanzamos a ver necesitamos más luz y esa luz viene del Espíritu Santo. Es el Espíritu de Dios que ilumina nuestro interior, es el Espíritu que nos convence también a nosotros del pecado, que nos hace ver todas las manchas y puntos negros que hay en nuestra alma, que nos evidencia cuánta necesidad tenemos de ser purificados, por tanto, por la gracia y misericordia divinas.
Cuando nos falta humildad y por lo mismo sinceridad, para no ver lo que hay que ver en nosotros, justificamos comportamientos equivocados y oponemos resistencias muy sutiles a la gracia de conversión. Cuando, en cambio, dejamos que el Espíritu Santo nos ilumine entonces vemos lo que no queríamos ver.
Las mayores oposiciones a la transformación que la Santísima Virgen desea de nosotros, para nuestro bien y el de muchos otros hijos, vienen de la falta de humildad. Puede que confesemos nuestra soberbia, pero ¿hasta dónde sabemos o estamos dispuestos a reconocer cuán soberbios somos? ¿Hasta dónde se esconde en nosotros y se nos oculta la falta de humildad que suele ser justificada como cuestiones de genio, de carácter, de temperamento o porque hay que hacerse valer y respetar? Cuando nos contrastan, cuando nos hacen una crítica a nuestra persona o a algo que hemos dicho o hecho ¿cómo reaccionamos? Si discutimos o damos nuestras razones ¿lo hacemos buscando la verdad, en la verdad? ¿o reaccionamos porque esa oposición hiere o molesta a nuestro orgullo? ¿Hasta qué punto es cierto que no nos importa que nos tengan en consideración? ¿Qué ocurre cuando nos dejan ostensiblemente de lado? ¿Nos entristecemos por esas actitudes u otras similares? ¿Cuán críticos somos con el comportamiento de los otros? Porque el ser críticos suele significar la mirada puesta fuera y no dentro. Ser críticos suele ser falta de misericordia y signo de soberbia. Éstos son sólo algunas preguntas que puedan ayudarnos a ver cuán lejos estamos de la humildad que atrae la presencia de Dios en nosotros y que nos impulsa a acercarnos a Él.
El salmo 36, que se podría titular “Dios, luz del hombre”, habla del soberbio diciendo: “se halaga tanto a sí mismo que no descubre y detesta su culpa. Sólo dice mentiras y engaños, renuncia a ser sensato y hacer el bien… Se obstina en el camino equivocado, incapaz de rechazar el mal”. El salmista, como nos alerta nuestra Madre, nos muestra las consecuencias de la soberbia. Más que Dios rechazar al soberbio es él que se excluye de la gracia de Dios por no creer necesitarla. El corazón que no es humilde se excluye del amor de Dios porque se cierra al mismo Dios poniendo el yo en un lugar que no le corresponde. Rechazando la luz que viene de Dios sigue viviendo en la penumbra sin ver todas sus manchas. Manchas que si Dios no se las quita las llevará a la eternidad.
La Santísima Virgen nos dice cómo salir de esa prisión que la persona a sí misma se ha construido, la prisión del “yo”, del egoísmo, del amor propio, del orgullo, de la soberbia. La liberación, que es la vía al Cielo ya desde esta vida, es hacer lo que nos pide: tomar el camino de la humildad, implorando al Espíritu Santo para que haga luz en nuestras vidas y podamos así abrirnos a su acción transformadora.
La Santísima Virgen alude al mundo circundante. ¿Qué vemos en él? Vemos que cuando la sociedad rechaza a Dios la medida es el hombre y el hombre no tiene medida fuera de Dios. Cuando Dios es quitado de la vida sólo queda la desesperante suma de soledades que nada ya esperan y que ante las adversidades, que cada uno ha contribuido a formar, desesperan. Cuando se pretende una libertad sin Dios, o para algunos incluso una “libertad” de Dios, se establece el “todo vale” siendo la víctima el amor, y desaparece la caridad fraterna. La libertad sin límites, que pueda yo hacer todo lo que se me antoje, conduce inevitablemente a la anarquía de individualidades que se contraponen y en la que prevalece el más fuerte en desmedro del débil.
“Lo que hago a costa de otros –ha dicho el Papa- no es libertad, sino una acción culpable que les perjudica a ellos y también a mí”.
Hoy nos enfrentamos al desplazamiento de Dios por la idolatría moderna que quema incienso sobre el altar del yo para tributar culto al dinero, al poder, al placer.
Cuando se cancela la presencia de Dios no hay verdad absoluta y por no haber una verdad todas lo son, o sea ninguna es verdad. Eso es el relativismo tantas veces denunciado por la Iglesia. Lamentablemente ha penetrado tanto que a muchos, que se dicen cristianos, les resulta arrogante decir que sólo en Cristo está la verdad, que sólo Él es la Verdad, y por no admitirlo terminan pensando que todas las religiones son igualmente válidas y menospreciar la obra de salvación y al mismo Señor que puede salvarlos.
El relativismo desemboca en el individualismo egoísta de no ser capaz de ninguna renuncia o sacrificio, de no tener deberes para con nadie. Al final queda que el principal propósito de la vida sea la búsqueda del placer según la concepción de placer de cada uno. Esto es la destrucción de la persona y de la humanidad.
Todo lo que Jesucristo vino a traernos -comenzando por la salvación y siguiendo por el amor, la verdad, la belleza, la bondad- es de lo que quien vive encaramado en la torre de su soberbia se priva y privándoselo queda sumido en el absurdo de una vida sin sentido, oscura, aturdida en un presente sin futuro, sin trascendencia, sin nada por lo que valga la pena vivir. En el fondo vive en la angustia, la infelicidad, la tristeza cuando no en un infierno helado del que no puede salir.
Por lo contrario, la humildad, que nace de nuestra relación con Dios, de nuestro ser creaturas y deudores de su misericordia, vuelve al alma transparente a la acción luminosa del Espíritu Santo, al que atrae desde su oración, y entonces brilla de pureza y de belleza porque ha conocido el amor de Dios. En esa alma Cristo implanta su reino de amor, Él es Rey y Señor en esa alma como lo es en el Cielo.
Se despide la Santísima Virgen con la reiteración de un pedido: rezar por los sacerdotes, rezar por los obispos, rezar por el Papa. Nunca dejemos de hacerlo.
Dios Omnipotente, eterno, justo, misericordioso,
concédeme, mísero de mí, hacer siempre, por gracia tuya,
lo que Tú quieres, y de querer siempre lo que a ti te place.
Purifica mi alma para que, iluminado de la luz del Espíritu Santo
y encendido de su fuego,
pueda seguir el ejemplo de tu Hijo y Señor nuestro, Jesucristo.
Dame, por tu sola gracia, poder unirme a ti,
Altísimo y Omnipotente Dios,
que vives y reinas en la gloria,
en perfecta trinidad y en simple unidad,
por los siglos eternos. Amén. (San Francisco de Asís)
P. Justo Antonio Lofeudo
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