“Queridos hijos: hoy os invito a renacer en la oración y a que con mi Hijo, por medio del Espíritu Santo, seáis un pueblo nuevo. Un pueblo que sabe que si pierde a Dios se pierde a sí mismo. Un pueblo que sabe que, no obstante todos los sufrimientos y pruebas, está seguro y a salvo con Dios. Os invito a que os reunáis en la familia de Dios y a que os reforcéis con el poder del Padre. Individualmente, hijos míos, no podéis detener el mal que quiere reinar en el mundo y destruirlo. Sin embargo, por medio de la voluntad de Dios, todos juntos con Mi Hijo, podéis cambiarlo todo y sanar el mundo. Os invito a orar con todo el corazón por vuestros pastores, porque Mi Hijo los ha elegido. ¡Os estoy agradecida!”
Queridos hijos, hoy los llamo a renacer en la oración y, por medio del Espíritu Santo, a volverse un nuevo pueblo con mi Hijo; un pueblo que sabe que si ha perdido a Dios se pierde a sí mismo; un pueblo que sabe que, con Dios, a pesar de todos los sufrimientos y pruebas, está seguro y salvo.
El llamado siendo personal es un llamado a ser Iglesia, pero Iglesia renovada. Para lograrlo, nos dice la Virgen, debemos orar (se entiende siempre con el corazón puesto en Dios y no distraídos por las cosas del mundo) y el Espíritu Santo hará la obra de renovarnos individualmente para que podamos unirnos en ese nuevo pueblo, el pueblo de “hombres nuevos”, que es la Iglesia renovada –como se ha dicho- por el Espíritu que viene por la oración.
La Iglesia es el pueblo, la asamblea de los convocados por Dios. El pueblo de Dios es el que sigue a Dios, le pertenece y se preocupa de vivir fielmente esa pertenencia. Sabe que sin Dios nada puede y que con Dios nada teme.
“Pueblo suyo, confiad en Él,
desahogad ante Él vuestro corazón,
que Dios es nuestro refugio” (Cfr. Sal 62)
Los llamo a que se reúnan en la familia de Dios y a que se fortalezcan con la fuerza del Padre. Ustedes, hijos míos, no pueden detener individualmente el mal que comienza a gobernar en este mundo y a destruirlo.
La Santísima Virgen utiliza ahora otro nombre, el de familia. Evoca así el hecho que somos hijos de Dios, hijos en el Hijo. No somos esclavos sino hijos que toman sus fuerzas de Dios mismo. Es Él, el Padre, quien nos da fuerzas por medio del Espíritu Santo. ¡Cuánto tenemos que pedir al Espíritu Santo en estos tiempos el don de fortaleza junto a la luz del buen discernimiento!
Aquí vemos con claridad el llamado a fortalecernos, a estar unidos, a formar un solo Cuerpo cuya Cabeza es Cristo, el Señor, a ser conscientes de nuestra familiaridad con Dios, porque Él es Padre, el Padre que nos reveló el Unigénito Hijo y porque tenemos la misma Madre en María Santísima. Lo vemos porque en el tiempo de este mismo presente que vivimos y en el futuro que nos espera nadie puede sobrevivir en soledad. O somos “familia”, en un sentido de Iglesia, de comunidades eclesiales, de grupos de oración, de adoración, y también de familias de sangre que viven en el mismo Espíritu, como fueron los primeros cristianos (un alma sola, un corazón solo) o corremos el riesgo de sucumbir.
“Ellos participaban asiduamente a la enseñanza de los apóstoles y a la vida común, a la fracción del pan y a la oración” (Hch 2:42).
Después de la comunión, en la liturgia solemne de los santos Pedro y Pablo, se reza así:
“Concede, Señor, a tu Iglesia,
que has nutrido en la mesa eucarística,
perseverar en la fracción del pan
y en la doctrina de los apóstoles,
para formar, en el vínculo de tu caridad,
un solo corazón y un alma sola”.
Toda la Iglesia en su diversidad es fortalecida en su camino por la Eucaristía, la presencia viva del Señor en medio de ella, y es iluminada e inspirada por el mismo Espíritu en la luz de la fe verdadera, transmitida por medio de los apóstoles y de los pastores que los han sucedido a través de los siglos. Es decir, los obispos unidos al Papa en un único Magisterio.
Hoy, lo vienen diciendo los últimos Papas, lo que está en juego es la verdad de la fe de la Iglesia. Son, en primer lugar los obispos y los sacerdotes quienes deben defenderla e instruir en la verdad a la familia de Dios.
Poco antes de morir, el Papa Pablo VI le confía a su amigo, el gran filósofo, Jean Guitton: “Hay una gran perturbación en el mundo y en la Iglesia, y lo que está en cuestión es la fe. Ocurre que ahora me repita la frase oscura de Jesús en el Evangelio de san Lucas: “Cuando regrese el Hijo del Hombre ¿encontrará aún la fe sobre la tierra?”. Está ocurriendo que salen libros en los que la fe está en retirada en puntos importantes, que los episcopados callan, que no encuentren extraños estos libros. (…) Lo que me choca, cuando considero el mundo católico, es que dentro del catolicismo parece a veces predominar un pensamiento de tipo no católico, y puede suceder que este pensamiento no católico dentro del catolicismo se vuelva el más fuerte. Pero ese jamás representará el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que subsista un pequeño rebaño, por cuando pequeño pueda ser”.
Vemos que la confusión dentro y fuera de la Iglesia va en aumento. Que grandes herejías se infiltran y difunden por todas partes sin que haya modo de pararlas.
Pese a todos los esfuerzos del Santo Padre la rebelión litúrgica ha echado profundas raíces y todas en desmedro de la Eucaristía.
Quien de palabra o con los hechos niega la presencia verdadera, real, viva del Señor en la Eucaristía no pertenece a la verdadera y única Iglesia. Quien no demuestra ni enseña el santo temor de Dios, la reverencia a la Majestad Divina, ni el cuidado debido en la celebración, y quien niega, en las palabras o en los hechos y gestos, la adoración al Santísimo Sacramento está fuera de la fe de la Iglesia.
El momento más alto de la Iglesia primitiva, lo vemos en el texto referido de los Hechos de los Apóstoles, era el encuentro eucarístico (la fracción del pan) con el Señor. Y esto debe volver a ser en todas partes. No un encuentro cualquiera con amigos sino un encuentro con Aquél que es Dios, no una comida cualquiera entre iguales sino un banquete sacro.
La pérdida de la fe, que es la verdadera catástrofe y que ocurre en el letargo casi total, es acompañada de la guerra contra Cristo, contra la Ley de amor de Dios, en el mundo, en todos los campos: legislativo; gubernativo; mediático de la gran prensa, radio y televisión; publicitario; social.
Nadie podrá luchar individualmente contra lo que ya está en marcha, nos advierte la Madre de Dios. No será posible enfrentar solos “el mal que comienza a gobernar en este mundo”.
Hoy, las fuerzas del mal convergen y se unen. Es la unión manifiesta del mal que -se insinúa en el mensaje- persigue el dominio total. El propósito de ese dominio es la destrucción porque responde al Príncipe de este mundo y de las tinieblas.
Estamos en pleno desarrollo de la lucha entre la Mujer vestida de sol y el Dragón. Es el combate final entre la Virgen, Madre de la Iglesia, gran señal del Cielo para estos tiempos y Satanás (Cfr. cap. 12 del Apocalipsis).
Pero, de acuerdo a la voluntad de Dios, todos juntos, con mi Hijo, pueden cambiarlo todo y sanar el mundo.
Aunque pareciera no incluirse Ella al decir “pueden cambiarlo todo…”, en realidad es Ella, Madre de Cristo y Madre nuestra, quien está formando y conduciendo este ejército. Es Ella la que desde hace treinta años nos va guiando, exhortando, corrigiendo e incansablemente llamando para que, a través de la conversión personal, nos unamos a su Hijo para salvar almas y combatir contra el mal personificado por Satanás y su descendencia (Cfr. Gen 3:14).
Es María Santísima que se aparece en Medjugorje y se ha aparecido en Fátima, la que está reuniéndonos y descubriendo paso a paso el momento que vivimos mientras nos enseña cómo enfrentarlo.
Solos nada podremos, es el mensaje. “Sin mí nada podrán”, dice el Señor en el Evangelio de san Juan (Jn 15:5). Unidos a Él, permaneciendo en su amor, guardando sus mandamientos, sí. Porque Él ya ha vencido al mundo y a Satanás. Pues la Virgen viene a que estemos unidos a Cristo guardando su mandamiento.
El libro del Apocalipsis muestra la imagen de todos los reyes de la tierra (traducido a la actualidad son todos los poderes: político, militar, mediático, intelectual, social…) que le hacen la guerra al Cordero (a Jesucristo. Esta guerra que ya lleva dos mil años ahora está en su punto culminante: persecuciones masivas y matanzas a los cristianos en todo el mundo por el solo hecho de serlo, ataques a la Iglesia y al Papa en particular por parte de los medios, reniego de las raíces cristianas en la Comunidad Europea, etc.). Pero, dice el texto de Ap 17:14, el Señor vence, vence con los suyos, los llamados (convocados), los fieles, porque Él es Señor de Señores y Rey de Reyes.
Jesucristo vence con los suyos, con los que le son fieles, con los que acuden al llamado de la Reina de la Paz, con los que no se dejan influenciar por falsas cristologías de malas y heréticas “teologías” ni por compromisos con el mundo.
La victoria sobre lo viejo y sucio del mundo es la que se inicia en la Iglesia, renovada, bella, santa, inmaculada y que finaliza en el mundo que será purificado, salvado. Será la “tierra nueva” de los “cielos nuevos”.
Los invito a rezar con todo su corazón por los pastores, porque mi Hijo los ha elegido.
En este párrafo final nos está diciendo implícitamente que esa Iglesia renovada no es una nueva fundación sino que debe salir de las entrañas de la única Iglesia de Cristo que es una, católica y apostólica y tiene como cabeza el Papa. Por eso pide rezar –y con todo el corazón- por los pastores. Por “pastores” se entiende principalmente los obispos. Por extensión todos los sacerdotes.
Dios es fiel a su elección y no se desdice.
Roguemos para que todos los pastores (obispos y sacerdotes) sean siempre fieles al Señor, a la verdadera doctrina de la Iglesia, a la verdad de la presencia viva del Señor en la Eucaristía, digna de toda alabanza y adoración. Roguemos para ser todos fieles a estos llamados, que es ser fieles a la Iglesia de Cristo.
P. Justo Antonio Lofeudo
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