«Queridos hijos, continuamente estoy entre vosotros, porque con mi infinito amor, deseo mostraros la puerta del Paraíso. Deseo deciros cómo se abre: por medio de la bondad, de la misericordia, del amor y de la paz -por medio de mi Hijo. Por lo tanto, hijos míos, no perdáis el tiempo en vanidades. Solo el conocimiento del amor de mi Hijo puede salvaros. Por medio de este amor salvífico y del Espíritu Santo, Él me ha elegido y yo, junto a Él, os elijo a vosotros para que seáis apóstoles de su amor y de su voluntad. Hijos míos, en vosotros recae una gran responsabilidad. Deseo que vosotros con vuestro ejemplo, ayudéis a los pecadores a que vuelvan a ver, a que enriquezcan sus pobres almas y a que regresen a mis brazos. Por lo tanto: orad, orad, ayunad y confesaos regularmente. Si el centro de vuestra vida es comulgar a mi Hijo, entonces no tengáis miedo, todo lo podéis. Yo estoy con vosotros. Oro cada día por los pastores y espero lo mismo de vosotros. Porque, hijos míos, sin su guía y el fortalecimiento que os viene por medio de la bendición, no podéis hacer nada. ¡Os doy las gracias!»
Queridos hijos, estoy continuamente entre ustedes porque con mi infinito amor deseo mostrarles la puerta del Cielo.
Es el amor quien trae a nuestra Madre hasta nosotros. Su amor que desea estemos con Ella en el Cielo. Su amor que quiere la salvación de todos nosotros, siendo ese “nosotros” universal, sin exclusiones. Todos somos sus hijos, los que heredó en la cruz. Todos, quiere la Santísima Virgen que alcancen la salvación, que lleguen a destino. El que Dios tiene preparado para cada uno, puesto que la voluntad del Padre es que todos los hombres se salven por Jesucristo su Hijo.
Sin embargo, entre la voluntad divina y la salvación personal media la voluntad de cada persona. Por eso, no es como -errónea y trágicamente- se quiere hacer creer: que todos se salvan sin importar qué vida hayan hecho. Al final -se suele oír y esto en muchos ámbitos cristianos- todos serán salvos, todos irán al Cielo, nadie será condenado porque ya Jesucristo pagó por todos. Eso no es cierto. Si fuera cierto el Señor no habría advertido, como lo hace repetidas veces en la Sagrada Escritura, que existe el Infierno y que hay y que habrán condenados por la eternidad (“e irán estos al castigo eterno” Mt 25:46), ni la Santísima Virgen vendría entre nosotros. La existencia del Infierno es verdad de fe (ver el Catecismo). Jesús descendió a los infiernos no para cancelarlo ni para liberar a los condenados sino para liberar a los justos que no tenían acceso al Cielo antes de la redención. La Santísima Virgen ha sido maestra sobre la existencia del Infierno. Recordemos sino las apariciones de Fátima, cuando a los tres niños les hizo conocer y ver aquella terrible realidad donde iban los pobres pecadores. En Medjugorje, la Santísima Virgen llevó a Vicka y a Jakov al Cielo, pero también al Purgatorio y al Infierno para mostrarles que lo confesado por la fe no son mitos sino las últimas realidades. Existe ciertamente el Cielo pero también el Purgatorio y el Infierno. Esta verdad tan obvia, por la confusión que ahora reina entre los creyentes, es necesario recordarla.
Ahora nuestra Madre nos dice que viene a mostrarnos y enseñarnos cómo se accede al Cielo, cómo se abre esa Puerta. La puerta es una figura que indica el acceso a la visión beatífica, a la felicidad eterna. El primer significado de la Puerta al Cielo es nuestro Señor Jesucristo, único Camino al Padre. Él mismo, en el evangelio de san Juan, se presenta como el Buen Pastor y también como la Puerta que da a las ovejas la entrada a la vida eterna (Cfr Jn 10:9s). En modo subordinado también a nuestra Santísima Madre se la llama Puerta del Cielo. Ya los santos Padres la mencionan así y también así es nombrada en el Akathistos, el magnífico himno con el que la Iglesia de Oriente honra a la Madre de Dios.
Ciertamente, la verdadera devoción a María lleva al Cielo por la sencilla razón que la Madre lleva a su Hijo y del modo más seguro, rápido y breve. Fue el sí de la Virgen que hizo que Dios entrara en la humanidad. Por ello, es tanto la puerta del Cielo por la que desciende Dios hacia los hombres como la Puerta a Dios, que está en el Cielo, para los hombres.
Ella viene ahora en nuestra ayuda para que podamos atravesar esa puerta que en sí es estrecha, tanto que son pocos los que logran entrar por ella (Cfr. Mt 7:14). Podríamos decir que la Madre de Dios nos enseña a hacernos pequeños, en la humildad del corazón. Esa pequeñez paradójicamente supone ensanchar el corazón con la presencia constante de Dios en nuestras vidas. Para lograrlo nos ofrece la llave, al decirnos:
Deseo decirles cómo se abre: por medio de la bondad, la misericordia, el amor y la paz, a través de mi Hijo.
Es Jesucristo quien nos ha dicho que si somos misericordiosos obtendremos misericordia, que si somos portadores y obradores de paz seremos llamados hijos de Dios (Cf. Mt 5:7.9); que en el amor a Dios y al otro se resume toda la Ley y los profetas (Cf. Mt 22:40); que la bondad es el atributo de Dios (Cf. Mt 19:17). Seguir la enseñanza del Señor es seguirlo a Él, es recorrer el camino de santidad que nos propone y por el que nos conduce nuestra Madre del Cielo.
A continuación agrega:
Por ello, hijos míos, no pierdan tiempo en vanidades. Sólo el conocimiento del amor de mi Hijo puede salvarlos.
Estas palabras poseen la fuerza de despertarnos a la realidad y sacarnos del sopor en que estamos. El mundo está narcotizado. Mientras se desarrollan acontecimientos tremendos en los que cada vez es mayor la ofensa a Dios, en que se pisotea la vida, en que se mata impunemente y hasta amparados por leyes sacrílegas que hacen del abominable crimen –el aborto- un derecho, mientras se destruye a la familia quitando a los padres la potestad sobre sus hijos; corrompiendo el nombre del matrimonio y de familia; dando en adopción a niños a quienes no los cuidarán sino que los pervertirán; mientras todo esto ocurre, poquísimos son quienes combaten y oran y se sacrifican para reparar e interceder. La Santa Misa es el acto mayor, de infinito mérito para interceder y salvar un mundo que va hacia la perdición. Sin embargo, la mayoría ignora el valor de la Eucaristía y ni celebra ni participa de acuerdo a tan infinito don. Por lo contrario, no sólo se la vanifica y banaliza sino que se la somete a todo tipo de sacrilegios. Mientras las multitudes despiertan sólo cuando tocan sus bolsillos pero siguen adormecidas cuando se trata de defender la Ley de Dios, porque han perdido el sentido moral y sólo viven por el -cada vez menos- pan y –cada vez más- circo, mientras todo eso acontece el tiempo pasa en vanidades sin reparar que se está marchando hacia la muerte y muerte eterna.
Urge volver a Cristo, urge encontrarse con el Señor que es encontrarse con su amor, conocer su amor y responder amándolo y adorándolo. Conocer el amor sin límites ni medida de todo un Dios que se hace uno de nosotros para salvarnos y se vuelve Eucaristía para que entremos en su intimidad y seguir ofreciéndonos su salvación. Tan grande es todo este misterio de amor casi como lo que se puede meditar y decir de él. En realidad, no nos ha de alcanzar la eternidad para comprender este amor salvífico de Dios. Sí, lo sabemos o lo intuimos, pero ¿lo vivimos? Por ejemplo ¿Vemos en el otro un antagonista o alguien a quien amar o a quien salvar? ¿Somos en nuestros actos y gestos bondadosos y llevamos paz y amor o a veces nos prestamos al litigio o nos convertimos en instrumentos de discordia? ¿Sabemos detenernos ante el impulso de enemistad, de crítica hacia el otro? ¿Somos misericordiosos? Ante la miseria moral y material ¿experimentamos la necesidad de cubrir esas miserias y de ayudar a rescatar esa alma? ¿Es nuestra reacción de venganza y condena o nos proponemos ser instrumentos de salvación haciendo lo que nos pide nuestra Madre?
Por medio de ese amor salvífico y el Espíritu Santo, Él me eligió y yo junto a Él, los elijo para que sean apóstoles de su Amor y Voluntad. Hijos míos, sobre ustedes hay una grande responsabilidad. Deseo que por sus ejemplos ayuden a los pecadores a que vuelvan a ver, que enriquezcan sus pobres almas y que los devuelvan entre mis brazos.
El acercarnos a la gracia y el haberla acogido nos hace responsables de propagarla con el ejemplo de la propia vida y con las obras.
Quien recibe la luz debe dar testimonio de esa luz, reflejándola en la oscuridad. Debemos ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Cfr. Mt 5:13s). Dar ejemplo con la vida para que los que están alejados, por la luz que llevamos en nosotros, puedan ver; por el amor del que debemos ser portadores se enriquezcan esas pobres almas que no saben de amor, y entonces regresen al regazo virginal y maternal de María que los llevará al Señor y Salvador.
Somos llamados a ser apóstoles, los apóstoles de los últimos tiempos, profetizados por san Luis María Grignion de Monfort. Ser apóstoles de la Santísima Virgen o de Cristo a través de Ella, es un altísimo honor que comporta una gran responsabilidad.
No temamos porque el Señor nos unge con el Espíritu Santo para poder estar iluminados en tiempos de confusión, para tener fortaleza en tiempos de persecución y para poder llevar a término la misión.
Por ello, oren, oren, ayunen y confiésense regularmente. Si el recibir a mi Hijo en la Eucaristía es el centro de sus vidas entonces no tengan miedo; ustedes todo lo pueden.
Oración, ayuno, confesión regular (al menos una vez al mes y toda vez que por cometer un pecado grave, o sea mortal, se necesite) y Eucaristía frecuente. Aquí agrega algo importantísimo que no se nos puede escapar: hacer de la Eucaristía el centro de nuestras vidas. Eso significa amarla, celebrarla con una participación activa que implica también adorarla en la celebración y adorarla fuera de la Misa. Quien esto vive, quien vive una vida así –atención con lo que nos dice en el mensaje- todo lo puede y nada debe temer. Quien así vive conoce el amor de Dios y lo reconoce en su vida. Ese amor que salva.
Estoy con ustedes. Oro todos los días por los pastores y espero lo mismo de ustedes. Porque, hijos míos, sin la guía de ellos y el fortalecimiento que viene de la bendición no pueden ir adelante.
La Virgen no se interpone a la Iglesia de su Hijo y no viene a suplantar a los pastores. En todo caso viene sí a decir lo que los pastores (léase obispos y sacerdotes) no dicen. Ella no los sustituye ni los ignora. ¿Cómo podría hacerlo, Ella que es Madre de la Iglesia y Madre de todos los sacerdotes? Por eso, en este mensaje –como en otros- manifiesta la imprescindibilidad de los pastores. Los pastores, por criticables que puedan ser sus actitudes, han sido elegidos por Cristo. Y si los pastores no son buenos, si los sacerdotes o los obispos tienen deficiencias, pues hay que orar por ellos. La crítica no salva al malo y condena a quien critica.
Por ello, la Madre de Dios espera que la actitud de sus otros hijos no sea de crítica sino de oración. Eso significa que la oración es muy importante. Aunque no nos lo creamos nuestra oración tiene importancia y mucha. La oración junto al testimonio ejemplar y al sacrificio puede cambiar aún aquello que parecía imposible. Por una simple razón, porque Dios los tiene en cuenta.
El camino de salvación, ese que conduce a la Puerta del Cielo, se hace con los pastores, que son los que guían al pueblo de Dios a través de la enseñanza de la sana doctrina, y lo santifican con los sacramentos, la oración y bendiciéndolo, y lo gobiernan.
P. Justo Antonio Lofeudo
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