“¡Queridos hijos! En este tiempo de gracia nuevamente los invito a la oración. Oren, hijitos, por la unidad de los cristianos a fin de que todos sean un solo corazón. La unidad será realidad entre ustedes cuanto más oren y perdonen. No olviden: el amor vencerá solamente si oran y vuestro corazón se abrirá. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”
Por medio de este mensaje nuestra Santísima Madre nos hace presente la comunión de la Iglesia, la unidad que existe entre el Cielo y la tierra en la única Iglesia de Cristo. En efecto, en este tiempo en que la Iglesia ora, en la Semana de oración, por la unidad de los cristianos, la Iglesia Celestial mediante la Santísima Virgen, nos invita a orar por esta unidad que aún ha de darse en la tierra. La Iglesia -Una, Santa, Católica, Apostólica- que profesamos en nuestra fe es la Iglesia que ora en torno y junto a la Madre de Dios.
Según relata san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, luego de la Ascensión del Señor, descendiendo los Apóstoles del Monte de los Olivos hacia Jerusalén, una vez llegados a la ciudad, se dirigieron al Cenáculo, a aquella sala alta donde habían compartido la Última Cena del Señor, para orar. Cuarenta días antes, en aquel mismo espacio sagrado, habían sido investidos sacerdotes y el Señor les había dejado su presencia sacramental en el pan y el vino consagrados, con el mandato de conmemorar perpetuamente aquellos sagrados misterios. Ahora, les había ordenado permanecer en oración hasta la venida del Espíritu Santo, y por eso volvían a reunirse ellos, los Apóstoles, junto a algunas mujeres y a María, la Madre de Jesús y sus parientes. Todos estaban unidos en un solo corazón y eran unánimes –es decir, una sola alma- en la oración. Ésta es la primer Iglesia, la que aún no conoce las laceraciones de la división. Es la Iglesia orante, a corazón abierto, junto a María (Cf Hch 1:12 ss) .
La oración, según nos muestra las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia y según nos lo hace evidente la Santísima Virgen, es tanto causa como efecto de unión. Por la oración hemos de alcanzar la anhelada unidad, por la unión de corazones y de espíritu habremos de mantener y reforzar la unidad en la oración.
En aquella misma noche del Jueves Santo, antes de su Pasión, el Señor había elevado su oración al Padre para que todos seamos uno, como el Padre y Él son Uno. Es la oración sacerdotal de Jesús en la que ruega por los Apóstoles y por la Iglesia futura –“por todos aquellos que por su palabra (la de los Apóstoles) han de creer en Mí”- para que todos sean uno solo “como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros para que el mundo crea que Tú me enviaste”. Y repite: “para que sean uno como Nosotros somos Uno. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectos en la unidad y para que el mundo reconozca que Tú me enviaste y que los amaste como me amaste a Mí” (Cf Jn 17:20-23).
Desunidos somos motivo de escándalo para el mundo porque no podemos dar fehaciente testimonio de Cristo como Hijo de Dios, enviado del Padre para salvar al mundo.
El Siglo XI es el del Gran Cisma en el que de nuestra Iglesia -la que el Señor fundó sobre Pedro-, se desprenden las Iglesias de Oriente que comparten con nosotros la misma fe y los mismos sacramentos además del amor hacia la Santísima Virgen pero que no están en perfecta comunión con Pedro. Quinientos años más tarde, en el Siglo XVI, se vuelve a desgajar el árbol eclesial apareciendo las comunidades cristianas (anglicana, luterana, calvinista) que, a su vez, habrán de tener muchas derivaciones de esas ramas protestantes originales. Estas comunidades comparten la misma fe en Cristo como Salvador aunque sólo algunos de los sacramentos.
En algunos casos hay grandes diferencias pero en otros las divergencias doctrinales son mínimas, y en algunos otros –como con los ortodoxos- prácticamente inexistentes; pero las grietas producidas por las heridas siguen siendo grandes. A lo largo de la historia incomprensiones ancestrales, malentendidos, prejuicios, han sido y continúan en alguna medida siendo hoy, obstáculos para la unidad, más profundos aún que cualquier interpretación dogmática. Es por eso que la Reina de la Paz, a su invitación a la oración, añade la necesidad del perdón. Es también por eso que el Santo Padre, en el año del Gran Jubileo del 2000, con el pedido de perdón quiso purificar la memoria histórica.
La unidad deja de ser declamatoria para ser real “en la medida en que ustedes oren y perdonen”, nos dice nuestra Madre en este mensaje.
El Santo Padre ha hecho y hace todo tipo de esfuerzos para lograr la unidad tan querida por Cristo. En el año 1995 –continuando con el espíritu del Concilio Ecuménico Vaticano II- publicó la Encíclica “Ut unum sint”. En ella dice el Papa que con la gracia del Espíritu Santo los discípulos del Señor, animados por el amor y la voluntad sincera de perdonarse mutuamente están llamados a vencer el doloroso pasado a fuerza de amor.
La unidad querida por Dios no es la que suprime, por un falso ecumenismo, las verdades esenciales de la fe ni es la que adapta la verdad a los gustos de la época o la que reniega, por ejemplo, de la Santísima Virgen para hacer más aceptable el encuentro con quienes no comparten la misma devoción y sitio de honor hacia la Madre de Dios. Como también lo expresa el Santo Padre en la encíclica aludida: “un estar juntos” que traicionase la verdad estaría en oposición a la unidad verdadera.
Igual que en este mensaje que nos trae la Madre del Cielo, también el Santo Padre destaca la primacía de la oración y la conversión del corazón para lograr la meta ansiada. Afirmando que “el amor halla su expresión más plena en la oración común”.
Como nos recuerda nuestra Madre, la unidad sólo se logrará si oramos con el corazón. La oración del corazón supone un corazón purificado de todo sentimiento negativo, un corazón reconciliado con Dios y con el hermano. Orar con el corazón abierto a Dios para que Él ponga la gracia que vence todo obstáculo: el amor que hoy nos falta.
Cristo murió para que seamos uno; nos envió el Espíritu Santo para que entremos en comunión y seamos signos de amor y de unidad.
La Iglesia de Cristo está sembrada con la sangre de los mártires, de los testigos de la fe hasta el derramamiento de su sangre, mártires pertenecientes a diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, y estos testimonios claman por la unidad.
En “Ut unum sint” dice el Papa: “Unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo de anular la obra salvadora de Jesucristo”.
No lo olvidemos: Cristo ha vencido al mundo y nosotros amando venceremos cuando oremos y abramos nuestros corazones al perdón.
P. Justo Antonio Lofeudo MSLBS
www.mensajerosdelareinadelapaz.org