“¡Queridos hijos! Los invito a trabajar en la conversión personal. Aún en su corazón, están lejos del encuentro con Dios. Por eso, transcurran el mayor tiempo posible en oración y en Adoración a Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar, para que El los cambie y ponga en su corazón, una fe viva y el deseo de la vida eterna. Todo es pasajero, hijitos, sólo Dios es eterno. Yo estoy con ustedes y los aliento con amor. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
El momento que vivimos es único, porque nunca antes en la historia la Madre de Dios vino tanto a la tierra ni habló durante tanto tiempo. Esto, para nosotros, es evidente certeza del tiempo extraordinario de gracia en el que nos encontramos. A la noche que cubre la tierra viene a alumbrarla y a vencer las tinieblas la luz del cielo. Al mal que domina las almas Dios le opone su misericordia enviando a la Santísima Virgen. Porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (cfr Rom 5:20). La gracia sobreabundante son estas apariciones y estos mensajes de la Madre de Dios.
Nuestra Madre llega hasta nosotros para que la escuchemos, para que salgamos de la apatía que –por tenernos lejos de Dios- nos va matando y reaccionemos haciendo lo que nos pide hacer. Y, ¿qué nos pide hacer? Trabajar para nuestra conversión personal. Trabajar quiere decir esforzarse, poner todas las potencialidades, todas las energías de las que disponemos en acción y dedicarnos muy seriamente a nuestra conversión. Quiere decir darle máxima prioridad porque es para nosotros verdaderamente cuestión de vida o muerte. Quiere decir no dilatar más el tiempo para hacer el cambio de vida, no postergar la conversión a Dios sino disponerme ya a hacerla. Hoy mismo, debo trabajar en mi conversión personal. Y ese hoy es un hoy permanente. Es el hoy de nuestras vidas, de tu vida, de mi vida. De esta vida que pasa y con ella todo lo que es efímero. De esta vida que fue creada para tener sed de eternidad y que, desde la eternidad, es llamada a ser eterna y no pasajera.
Porque qué nos queda a nosotros si todo nuestro tiempo lo gastamos en lo que está destinado a la herrumbre, a la corrosión, a la corrupción de la muerte. Qué será de las cosas que hoy llaman mi atención cuando estas cosas son hechas de materia corruptible. Qué será de todo lo que pueda vanamente hoy inquietarme cuando pase mi tiempo sobre la tierra, si nunca me he encontrado con Dios.
La conversión parte de un encuentro personal con Dios y ese encuentro se produce cuando la persona- por más alejada que haya estado- responde al llamado de Dios, comenzando un diálogo de acercamiento. Cuando Adán pecó, Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? (cfr Gen 3:9). Escribió el filósofo judío Martin Buber, que cuando el hombre respondió al llamado de Dios, saliendo del escondrijo, allí mismo comenzó el camino del hombre. El Papa Pablo VI decía que hay un camino de Dios hacia el hombre y un camino del hombre hacia Dios.
A Dios, que está en mi búsqueda, lo encuentro si lo busco. Buscar a Dios es siempre responder a su llamado. Hoy Dios eligió una manera muy especial para llamarnos: a través de su Enviada, la Santísima Virgen María, Madre de Cristo y Madre nuestra.
Como a Elías, Dios no se manifiesta en el poder aterrador de las fuerzas cósmicas sino en la brisa de la amistad, en el susurro de estos mensajes. Porque éste es todavía tiempo de misericordia, tiempo de gracia a aprovechar.
Debemos no demorar en responder al llamado que, hoy concretamente, es el de la oración y de la adoración al Santísimo Sacramento.
Es en el Santísimo Sacramento del altar donde está Jesucristo presente, en toda su humanidad y toda su divinidad, sólo ocultas por el velo eucarístico. Allí está Dios trino y uno, porque estando Jesucristo, que es la Persona del Verbo, está el Padre y está el Espíritu Santo.
Cristo está presente y yo lo busco si respondo al llamado, lo encuentro, lo adoro, lo amo.
Hace muy poco recibí un testimonio de una capilla de adoración perpetua. Alguien había dejado el siguiente mensaje: “No estoy segura pero es probable que sean más de 10 años que no vengo a una iglesia católica y si en el pasado lo hice fue sólo para alguna visita de arte. Aún no sé cómo ocurrió pero estoy aquí. Creo en esta paz y me gustaría encontrarla”.
Este breve testimonio encierra dos aspectos importantes de la gracia de Dios. El primero es que esta persona -que se ve es una mujer- se sintió atraída de algún modo desconocido para ella –pero, no para el Señor- y recibió la gracia de reconocer la paz y, también de algún modo, la fuente de esa paz. Estoy cierto que si persiste en abrir el corazón, lo que escribió en ese momento es el inicio de un hermoso camino de conversión personal. Lo otro, es que si esa persona pudo entrar en esa capilla fue porque otras habían antes respondido al llamado del Señor y se hicieron adoradoras comprometidas con una hora de adoración, permitiendo así que las puertas de aquella capilla estuvieran abiertas. Y esa respuesta a ser adorador es también una gracia a la que se le ha dado respuesta, un don que ha sido acogido y que, por ello, produce sus frutos.
Fijémonos el final de la frase: “Creo en esta paz y me gustaría encontrarla”. En la medida en que se quiere encontrar la paz que viene de Cristo ya se ha empezado a hallarla.
Desde su morada eucarística nos llama el Señor: “Venid a Mí, vosotros que estáis fatigados y agobiados que yo os aliviaré”.“Venid a Mí” es el llamado al encuentro de corazones.
A todos invita el Señor a su presencia. Cuando se responde a este llamado del Corazón de Jesús se produce el encuentro que sana, que salva, que trae la paz y la alegría.
Aún sabiendo que Jesucristo está presente en la Sagrada Hostia, viéndola así en su simplicidad, en su pobreza, en su vulnerabilidad y fragilidad, en su mudez, podría parecernos que no estuviera haciendo nada y, sin embargo, Él lo está haciendo todo. Del mismo modo que cuando estaba colgado en la cruz y se lo veía derrotado, acabado, vencido, muriéndose parecía el fracaso total de aquel esperado Mesías y sin embargo, en ese preciso momento, estaba salvando a toda la humanidad.
Por eso mismo, porque a quien se adora es a Jesucristo, realmente, verdaderamente presente en la Eucaristía, la adoración nunca es pasiva. El que adora trabaja en su conversión e intercede para la conversión de otros.
“Marta, Marta, tú te preocupas y te agitas por muchas cosas pero una sola es necesaria y María ha elegido la mejor parte que no le será quitada” le dijo el Señor a Marta, hermana de Lázaro cuando le reclamaba que María se había quedado contemplándolo, mientras que ella debía ocuparse de servirlo (Cfr Lc 10:38-42). El Señor no desprecia la hospitalidad de Marta sino que opone a ella algo mucho mejor, mucho más profundo, algo no del momento sino para siempre: la hospitalidad del alma. Es la hospitalidad del alma que recibe a su Señor, que lo acoge, que lo escucha, que lo contempla, que lo adora.
Lo único necesario… la mejor parte que no le será quitada. Esto es la adoración al Santísimo. Por eso, el Santo Padre Benedicto XVI ha dicho: “la adoración no es un lujo sino una prioridad”.
Quien adora, respondiendo al llamado a acercarse, entra en la intimidad de Dios. Para esa persona Dios no es un extraño sino un amigo, un dulce amigo, el mejor de los amigos a quien encuentra en cada adoración y bueno, muy bueno, es quedarse largo tiempo con ese amigo, Creador y Salvador nuestro, que se ha encontrado. Es entonces que el encuentro se vuelve pura interioridad y el Señor hace su morada en el corazón.
Como enseñaba el muy amado Papa Juan Pablo II: “Es bello relacionarse con Él e inclinados sobre su pecho, como el discípulo predilecto, ser tocados por el amor infinito de su corazón”. Y observaba: “hay una renovada necesidad de quedarse largo tiempo, en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento”.
La adoración silenciosa delante del Santísimo Sacramento permite escuchar a Dios, porque la presencia eucarística es Palabra que se adora y que habla a mi silencio y yo la escucha mientras adoro.
Escucho la voz del Señor que dice: “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3:20). ¡Él, mi Dios y mi Señor, quiere entrar en mi vida para que pueda yo entrar en su intimidad! Pero, esto es verdaderamente algo enorme y no puedo, después de saberlo, no abrirme a su gracia infinita.
“Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa”. Si tú escuchas la voz del Señor y le abres la puerta de tu corazón, Él entrará en tu casa, en tu vida y te hará verdaderamente feliz.
Todo pasa, nos recuerda la Virgen Santísima, sólo Dios permanece y sólo Dios da en cada momento de adoración aquello que no le será quitado porque ya ese momento de adoración sabe a eternidad.
El que adora, el que ora mueve el mundo porque mueve el Corazón de Aquél que todo lo mueve, que todo lo puede. Y el primero en ser movido, transformado, es el propio adorador, el espíritu orante.
Ante el Santísimo Sacramento, el Señor nos va transformando, nos va llevando de gracia en gracia, por el camino de la santificación personal, porque adorando al Santo somos conscientes que debemos ser santos, es decir, emprender un camino de conversión personal.
Delante del Santísimo, de rodillas, renovamos nuestra profesión de fe en la real y verdadera presencia de Cristo.
Sin embargo, adorando no sólo damos testimonio de nuestra fe y de nuestro amor hacia el Señor presente en la Eucaristía, sino que fortalecemos y alimentamos nuestro amor y nuestra fe, haciendo de ella una fe viva, no una fe declamada y no vivida. Y así, el tiempo que transcurrimos en adoración al Señor cobra un valor infinito, se multiplica en gracias y bendiciones, se ensancha, profundiza y alarga hasta tocar el cielo. Ese tiempo se mide en plenitud y ansias de eternidad.
No debemos cansarnos de orar y adorar. Estamos, como Israel del Antiguo Testamento, en un combate. Nuestro combate es espiritual contra el mundo, contra el espíritu del mundo, contra Satanás y contra nosotros mismos en nuestras malas inclinaciones y nuestra vida desordenada. Como Moisés, debemos subir al monte, al monte de la oración y de la adoración y no bajar los brazos. Debemos alzar las manos hacia Dios. Debemos arrodillarnos en adoración para ser más fuertes que el mal, para recibir la protección divina, para crecer en la fe, en la esperanza, en la caridad.
He leído que el nuevo Beato Rosmini había dejado, como testamento espiritual, tres palabras: callar, adorar y gozar. Callar para hacer silencio y permitir la escucha de la Palabra, por amor a la Palabra. Adorar, para rasgar la rutina y penetrar el cielo. Gozar, porque el Evangelio es la Buena Noticia, porque adorando a Dios se encuentra la paz y la alegría que el mundo jamás puede darnos.
Es hora de gozar del amor del Señor que nos ha dado y nos envía esta grandísima y bellísima Madre, que nos ama y está con nosotros en nuestro camino de conversión. Porque es tiempo de profundizar la conversión, trabajando en ella, orando, adorando y haciendo silencio para que Dios hable en nosotros y nos dé la fe viva que necesitamos y la vida eterna que anhelamos.
Madre de Dios, Reina de la Paz, tú agradeces nuestra respuesta, cuánto debemos darte gracias nosotros por estos llamados tuyos de salvación. Desde que te seguimos nuestra vida ha cambiado, nuestro horizonte se ha dilatado al infinito, nuestra fe se ha vuelto viva y nuestra sed de vida eterna nos ha ensanchado el espíritu.
Gracias, Santísima Virgen, por tus mensajes, por todo este tiempo que estás junto a nosotros y con tanto amor nos alientas y nos guías.
Gracias, Señor, Salvador nuestro, por enviar a tu Madre en este tiempo de tu misericordia. A Ti, Señor, la alabanza, la adoración, el poder, el honor y la gloria.
P. Justo Antonio Lofeudo mss
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