“¡Queridos hijos! En este tiempo de gracia, en que Dios me ha permitido estar con ustedes, nuevamente los invito, hijitos, a la conversión. Trabajen de una manera especial por la salvación del mundo mientras estoy con ustedes. Dios es misericordioso y concede gracias especiales, y por eso, pídanlas por medio de la oración. Yo estoy con ustedes y no los dejo solos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
Desde sus primeros mensajes en Medjugorje, la Reina de la Paz nos llama a la conversión. El llamado a la conversión es universal y permanente. Ese ha sido el primer grito evangélico, el del Bautista (cf Mt 3:2) y del mismo Jesús al comienzo de su vida pública (cf Mt 4:17).
Convertirse significa hacerse disponible a la gracia de Dios para que sea Él quien nos vaya convirtiendo o sea cambiando el corazón, orientándolo hacia Él y guiándonos en su amor.
Nada hay menos egoísta que ocuparse de la salvación de uno mismo; nada hay menos mezquino que seriamente dedicarse a la propia conversión; nada hay más altruista, generoso y bueno que desear llegar a ser santo, es decir un amigo de Dios, uno que crece en la perfección del amor. Por tanto, la conversión nunca es un asunto meramente personal sino que, necesariamente, implica a otros. Así como el mal nunca es asunto privado tampoco lo es el bien, puesto que tanto en uno como en el otro somos siempre solidarios.
La gracia divina sobre mi persona -la que me va transformando en la medida de mi acogida y cooperación a ella- hará que, al ir convirtiendo mi corazón a Dios, pueda transmitir lo recibido a los que encuentre en mi camino. Entonces, mi paz será paz que a otros lleve; mi mirada sobre los demás ha de cambiar el juicio severo e implacable por la misericordia; recibiré amor de la fuente del amor y podré dar amor; seré mejor y cuanto pueda hacer o decir o pensar será mejor y beneficiará a otros; descubriré al prójimo en mi vida, es decir que aquel que estaba fuera de mi horizonte será alcanzado por mí y lo acercaré y me preocuparé por él o me ocuparé de él, ayudándolo, hablándole de Dios o intercediendo ante a Dios por su persona.
Convertirse implica necesariamente comprometerse en la obra de salvación, volviéndose corredentores con el único Redentor, Jesucristo(1). Por eso, inmediatamente después de llamarnos a la conversión, nuestra Santísima Madre nos pide trabajar para la salvación del mundo, y esto debemos entenderlo como que la conversión personal es condición necesaria para poder llegar a ser instrumento de salvación para otros por obra del único Salvador, Jesucristo.
Dios nos muestra el camino: la asunción de nuestra humanidad en Jesucristo es solidaridad de Dios con el hombre a quien no abandona a la muerte y a la condena eterna. Esa solidaridad y condescendencia de Dios la origina su amor misericordioso y la misma exige la participación de cada uno de nosotros, en el sacrificio de Cristo, a la Redención universal. Cada uno es llamado, entonces, a participar del sacrificio de Cristo como corredentores, es decir colaborando, cooperando con el Señor a la obra de salvación que Él mismo ha iniciado y realizado, pero que no se completa sin nosotros. En el plano exclusivamente personal podemos decir con san Agustín que “quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti”.
Para nuestra salvación y la de los otros, el Señor quiere nuestra cooperación, nuestro sí a su sacrificio redentor, nuestra aceptación de fe y de vida que camina hacia la santidad. El Salvador de toda la humanidad espera, por así decirlo, que el hombre, aunque sea éste el último y más deleznable pecador, acepte y coopere a su salvación para que verdaderamente acontezca.
Convertirse no es aislarse en una torre de cristal desde donde se echa en cara la falta de fe de los otros, creyéndose mejores y jueces de los que están lejos de Dios, sino volverse más sensibles y misericordiosos amando a Dios en el hermano y amando al hermano en Dios. Convertirse es extender la mano y ensanchar la tienda para auxiliar y arropar al que está desnudo, solo y desamparado y ayudar a levantar al que se cayó, es prestar el hombro para que se apoye el que desfallece por perder sus esperanzas. Convertirse es profundizar la amistad con el Señor, entrando en su intimidad, rezando y adorando desde y con el corazón. Convertirse es aumentar la confianza en Dios, profundizar el abandono, recrear la amistad en el amor de donación. Convertirse es hacer todo en el silencio y el secreto del corazón donde solamente Dios ve y tiene acceso.
Desde los mismos evangelios se nos muestra -“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9:23)– siguiendo por san Pablo y toda la tradición posterior de la Iglesia, que el seguimiento de Cristo en los sufrimientos y en las virtudes son caminos en los que contribuimos a la salvación no sólo propia sino de muchos otros.
Veamos sino qué escribe san Pablo a los colosenses: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1:24). ¿Qué significa “que falta a las tribulaciones o padecimientos de Cristo”? ¿Acaso que su sacrificio no fue perfecto? Desde luego que no. Claramente, significa que cada uno, por esa solidaridad hacia Dios -que es el primero que por su Alianza nueva y eterna, se hace solidario con el hombre-, debe participar incluso con sus sufrimientos, cuando estos son asociados al de Cristo, a favor de la Iglesia, cual instrumento de salvación de la humanidad. Es decir, que el sufrimiento del cristiano cobra un sentido y un valor infinitos, porque asociado al de Cristo es medio eficaz de salvación para otros. Debería maravillarnos el comprobar que el amor de Dios es tan grande que nos asocia a toda su inconmensurable obra redentora para que participemos de su gloria.
Todo esto lo podemos resumir en que la fe y el amor son el camino a la participación nuestra en la salvación propia y de los demás. Participación a la salvación, que viene del único sacrificio de Cristo Jesús en la cruz y que actualizamos en cada Eucaristía.
“Dios es misericordioso y concede gracias especiales, y por eso, pídanlas por medio de la oración”
Para que Dios obre la conversión en nosotros hacia Él, menester es abrirse a su gracia, aprovechando este tiempo que se nos concede y en el que nos da dones particulares a raudales.
Es en la oración sencilla y del corazón, es en cada Rosario recitado y meditado con unción que nos abrimos a esas gracias especiales que la misericordia de Dios nos brinda en este tiempo. Y han de ser las gracias especiales que nos impulsarán y harán eficaz nuestra obra, la que el Señor determine para cada uno, por la salvación del mundo.
Advertimos, sin embargo, que la Reina de la Paz no sólo nos invita a trabajar por la salvación del mundo sino que agrega: “especialmente mientras estoy con ustedes”. Es como decirnos: “háganlo ahora, no dejen pasar este tiempo de gracia. Ahora, que estoy con ustedes de este modo único, que son estas apariciones y mientras Dios me deja venir y darles estos mensajes”.
Una de los grandes signos de este tiempo de misericordia son, precisamente, estas apariciones de la Santísima Virgen, sobre todo desde la década del 80, en Medjugorje. Ahora Ella está con nosotros de un modo que sentimos y hasta palpamos como muy cercano. Un tiempo en que su presencia se ha vuelto coloquial y entrañablemente familiar. Ella es nuestra Madre, que viene por sus hijos, a sacarlos de la oscuridad y de las sombras de muerte, y que les habla y los cita periódicamente y se aparece cada día a sus elegidos videntes y convoca a todos dos veces al mes, los días 2 y los 25, para que se enteren lo que del Cielo viene a decirles. Esto lo entienden y lo atienden y lo siguen los sencillos de corazón, los simples, los hijos atentos a su Madre. En cambio resulta incomprensible y piedra de escándalo al escepticismo y la duda racionalistas, a la consecuente pérdida de lo sobrenatural, al orgullo, a la suficiencia, a las elucubraciones alambicadas y complicadas.
Es muy cierto lo que se dice: que las apariciones se extienden largamente en el tiempo (pronto serán 27 años ininterrumpidos de apariciones); que la Virgen repite cosas ya dichas muchas veces en los mensajes; que se aparece diariamente y además sigue a los videntes donde ellos estén.
Todo eso es muy cierto, pero que no sea ello motivo de objeciones porque parezca excesivo lo que está haciendo la Madre de Dios quien -también se aduce en contra de Medjugorje- es tan locuaz cuando tan parca aparece en los Evangelios.
Sería, en cambio, de desconfiar sobre la figura que la Iglesia tiene desde siempre de la Madre de Dios si Ella, en estos tiempos de tanta dificultad, de tanto pecado generalizado, de tanta oscuridad moral y espiritual, hubiera estado ausente o permanecido muda y no insistiese en repetir lo ya dicho y seguir a sus hijos donde ellos estén.
También se arguye en contra de Medjugorje el apartarse de otras apariciones en que poco estuvo y poco habló, y se suele tomar como ejemplo a Lourdes donde en total fueron 18 las veces que apareció, durante apenas cinco meses y pocos los mensajes transmitidos, o bien Fátima donde en cuanto a número de apariciones, en 1917, fueron pocas, pocos los meses y pocas las palabras. Pero, al razonar así no se tiene en cuenta que, primero, fijar pautas a la acción de Dios es un gran equívoco porque Dios es libérrimo y María Santísima es su enviada, y siendo Dios misericordioso ha dispuesto para estos grandes males que hoy padecemos y los aún peores con los que somos amenazados, remedios extraordinarios. Aquellas objeciones tampoco son de considerar porque no hay estereotipos de apariciones como para fiarse que deban seguir ciertas pautas necesariamente. Y sino en qué se parecen entre sí por ejemplo La Salette, Kibeho, Amsterdam y Laus(2), por sólo mencionar algunas de las apariciones aprobadas.
María, siempre Virgen y más que santa, es la Madre de la Iglesia y nosotros, como los discípulos de Jesús en el Cenáculo, oramos junto a Ella. Somos la Iglesia orante que reza con María y todos unidos constituimos una fuerza grande que atrae al Espíritu Santo, la más poderosa fuerza de lo alto, sobre la tierra y convierte los corazones, sana las heridas del pecado, extiende el bien y aniquila el mal como la luz disuelve las tinieblas. Es por la oración que vienen las gracias de Dios y el mayor de los dones, el mismo Santo Espíritu que obra en la Iglesia de Cristo, que somos nosotros junto a los santos y a la Madre de la Iglesia, la salvación del mundo.
Cuando la Reina de la Paz no esté con nosotros, cuando no haya más mensajes ni apariciones, cuando no sople el viento del Espíritu, cuando se haya agotado el tiempo de la gracia extraordinaria que la misericordia de Dios dispuso para este tiempo de apostasía entonces todo será mucho más difícil.
La insistencia que se vuelve repetición de la Madre, que no se cansa en llamar a sus hijos, es para que no ocurra lo que con palabras muy duras y temibles advierte la Escritura cuando dice que “os llamé y no hicisteis caso, os tendí mi mano y nadie atendió, despreciasteis mis consejos, no aceptasteis mis advertencias… no aceptaron mis consejos, y despreciaron mis advertencias” (Prov 1:24-25,30). En cambio, en medio de la tribulación con cuáles palabras de consuelo termina para aquellos que sí escucharon las advertencias y obraron en consecuencia: “Pero el que me escucha vivirá seguro, tranquilo y sin miedo a la desgracia” (Prov 1:33).
Es hora de recordar que en torno a Medjugorje hay diez secretos y que ninguno de ellos se ha dado a conocer porque los grandes acontecimientos en ellos encerrados aún no han acontecido. En ese orden de cosas, debemos tener presente que los secretos son advertencias para la humanidad y que cuando comiencen a verificarse, los acontecimientos han de sucederse muy rápidamente. Por lo que no hay que esperar esos momentos, de evidencia de la presencia de la Santísima Virgen en Medjugorje y de la intervención divina sobre el mundo, para convertirse porque –como lo advirtió la misma Virgen- no habrá tiempo.
No hay que esperar aquel tiempo -que no sabemos cuán lejos está aunque más bien parece que sino es inmediato es sí cercano- sino aprovechar este otro tiempo presente que la misericordia de Dios nos ha otorgado y que no ha de volver. Nuestra Madre nos lo viene advirtiendo desde hace años y con palabras muy claras. Su mensaje en la Navidad de 1989 fue:
“Queridos hijos, hoy los bendigo de manera especial con mi bendición maternal, e intercedo ante Dios por ustedes para que les conceda la conversión del corazón. Desde hace años los estoy invitando y exhortando a una vida espiritual profunda en la simplicidad. Pero ustedes ¡están tan fríos! Por eso, hijitos queridos, les ruego que reciban y vivan mis mensajes seriamente, para que sus almas no se entristezcan cuando yo no esté más con ustedes y no pueda guiarlos como a niños inseguros en sus primeros pasos. Por eso, hijitos, lean cada día los mensajes que les he dado y transfórmenlos en vida. Los amo y es por eso que los invito a todos al camino de la salvación con Dios. Gracias por haber respondido a mi llamado”.
“Trabajar por la salvación del mundo”
Trabajar significa esforzarse, dedicarse. Trabajar es hacer pero un hacer fundamentado en la oración, en la unión con Dios, en la apertura a la gracia que hacen posible la conversión. Trabajar desde la conversión y no fuera de ella.
No hay mayor peligro para la conversión que creer que uno ya está convertido, que no necesita de conversión, y mirar al costado como si el llamado que hace la Virgen fuera para otros. Lamentablemente, en la misma Iglesia suele ocurrir que se puede estar haciendo muchas cosas pero si no hay oración, si no hay un verdadero camino de conversión, todo no pasa de ser mero movimiento que se vuelve vano o hasta contraproducente. Se puede hasta correr el riesgo de dar escándalos o antitestimonios.
De esto, por cierto, no estamos exentos ninguno ni tampoco las personas que se han comprometido en difundir los mensajes de Medjugorje. El caso extremo es el de la falsa religiosidad contra la que fue durísimo el Señor: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que están entrando no les dejáis entrar” (Mt 23:13).
Por ello, vale la pena recordar el mensaje de hace 17 años atrás:
“Queridos hijos, hoy los invito a todos ustedes que han escuchado mi mensaje de paz, a llevarlo a cabo con seriedad y con amor a la vida. Son muchos los que piensan que hacen muchísimo hablando de los mensajes, pero no los viven. Los invito, hijos queridos, a la vida y a que cambien todo lo que es negativo en ustedes, para que sea transformado en positivo y en vida. Queridos hijos, estoy con ustedes y deseo ayudarlos a cada uno a vivir y a que den testimonio con sus vidas de la Buena Nueva…” (25 de Mayo, 1991).
Evitemos caer en arrogarnos representatividades y apropiaciones que nadie dio. Ocupémonos y preocupémonos de nuestro camino de conversión. No estemos ansiosos por difundir los mensajes o dar la última noticia sobre Medjugorje si dejamos de lado lo esencial: amar, adorar, rezar, aprovechar cada gracia que Dios nos ofrece. Lo fundamental de estos mensajes de nuestra Madre es vivirlos, encarnarlos, que el resto vendrá por añadidura.
Si hacemos lo que hoy nos pide, mañana, cuando ya no esté como ahora está entre nosotros, no hemos de lamentarlo porque Ella no nos dejará nunca solos. Porque quien la haya escuchado y seguido, quien haya vivido sus mensajes en profundidad vivirá en paz a pesar de todo y habrá contribuido a la salvación de muchos. Que así sea para cada uno de nosotros.
P. Justo Antonio Lofeudo mss
www.mensajerosdelareinadelapaz.org
(1) A propósito de corredención, ¡cuántos problemas parece provocar esta palabra cuando se la aplica a la Santísima Virgen! El prejuicio que algunos, incluso católicos, tienen contra la Santísima Virgen, hace que les resulte inaceptable el término por correr el riesgo -se arguye- de hacer de la Virgen una figura igual a la del Hijo. Lo que parece ignorarse, siempre por ese prejuicio, es que no se le adjudica, ni jamás podría hacerse, el título de Redentora sino de Corredentora, aquella que en grado sumo ha cooperado y coopera más estrechamente a su Hijo por la salvación de la humanidad.
(2) La Iglesia acaba de aprobar las apariciones de la Santísima Virgen a Benoite Rencurel, una pastora de 17 años, quien comenzó a recibir las visitas de la Virgen en mayo de 1664, en la aldea de Saint-Étienne-le-Laus, donde vivía con su familia. Las apariciones se extendieron durante 54 años, hasta 1718. No fueron diarias como en Medjugorje pero sí cubrieron un tiempo mucho más largo.