“¡Queridos hijos! También hoy os invito a la conversión personal. Sed vosotros quienes os convirtáis y con vuestra vida testimoniéis, améis, perdonéis y llevéis la alegría del Resucitado a este mundo en que mi Hijo murió y en que la gente no siente la necesidad de buscarlo ni descubrirlo en su vida. Adoradlo y que vuestra esperanza sea la esperanza de aquellos corazones que no tienen a Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
La Virgen nos llama a vivir nuestra conversión personal. La vivencia profunda de esa conversión nos orienta a ser testimonios del Resucitado. Amar, perdonar, vivir con la alegría del resucitado… porqué Dios es el amor que se nos da. Ese don lo convierte todo en Gracia. Cuándo amamos Dios se hace presente en nosotros. Dios es “intimor intimo meo” (más íntimo a mi de lo que tengo de más íntimo- dice san Agustín). Desde esa intimidad nos llama Dios al amor. El amor no consiste simplemente en un sentimiento como parece proclamar nuestra sociedad. El amor es una virtud a través de la cual Dios se da al corazón del hombre para que éste pueda amarle a Él y a su prójimo. Así el gran mandamiento del amor consiste en poner todo el corazón en Cristo para que Éste ame desde nuestra pequeñez. El que ama perdona siempre, el que ama verdaderamente obtiene la alegría del resucitado en su vida. No es una alegría humana, es la alegría que viene del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien, renovándonos interiormente, nos comunica la paz del resucitado. Tenemos que acoger con alegría ese regalo del Señor, ¡Él nos convierte!
¡Seamos verdaderos testimonios del amor de Dios! En el mensaje vemos como ese testimonio la Virgen lo quiere de forma práctica. Dice la Carta de Santiago: “si no se demuestra con obras, la fe sola está muerta” (2, 17b). Preguntémonos cuantas horas de oración hacemos al día, cuantos rosarios, cómo vivimos nuestra eucaristía. Preguntémonos de que manera amamos a los hermanos, a cuantos pobres socorremos, en cuantas entidades católicas de servicio a los ancianos, a los enfermos y marginados colaboramos. Preguntémonos si ayudamos a la Iglesia a difundir la alegría del Evangelio, a espiritualizar nuestro mundo. Nuestra vida tendría que ser toda ella oración. Donde no hay Dios sólo hay pecado, sólo si estamos en Cristo podemos vencer, mejor dicho, Él vence en nosotros. Por eso nuestras obras es Cristo quien debe hacerlas en nosotros.
Pero la Virgen también nos recuerda lo que sabemos del prólogo del Evangelio según San Juan: (la luz) “estaba presente en el mundo que por él ha venido a la existencia, y el mundo no la ha reconocido. Ha venido a su casa y los suyos no lo han acogido” (1, 10-11). Cuando no nos abrimos a la fuerza de Dios, cuando pecamos rechazamos a la luz. Cuando nos cerramos a su Palabra, tenemos miedo a proclamarlo vivo, apagamos su luz. Por eso la Virgen nos llama a la conversión, a la adoración, a vivir la esperanza en nombre de los que no lo hacen. Hemos de sentir la necesidad de buscarlo. Debemos descubrirlo vivo en nuestra vida. Sin Dios no tenemos vida. Pongamos todo lo que somos en manos de nuestro salvador, sin miedo, con confianza.
Pidamos de corazón a la Virgen María que su Hijo nos convierta. Tenemos que abandonarnos confiadamente a Cristo, Él lo hará todo en nosotros.
Padre Ferran J. Carbonell