“¡Queridos hijos! Que vuestra vida sea nuevamente una decisión por la paz. Sed portadores alegres de la paz y no olvidéis que vivís en un tiempo de gracia, en el que Dios, a través de mi presencia, os concede grandes gracias. No os cerréis hijitos, más bien aprovechad este tiempo y buscad el don de la paz y del amor para vuestra vida, a fin de que os convirtáis en testigos para los demás. Os bendigo con mi bendición maternal. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
La paz, la alegría de la paz, eso desea la Gospa para nuestras vidas. Todo el mensaje de Medjugorje nos habla de paz. Una paz que debe iniciarse en nuestros corazones, en nuestro interior. La paz social sólo puede ser consecuencia de la que brota de nuestra alma.
A menudo oímos hablar a nuestro mundo de deseo de paz. Los medios de comunicación, los políticos… todos nos quieren enseñar lo que es la paz. Desgraciadamente el concepto que manejan es superficial, vacío. La verdadera paz es fruto de la gracia y, en definitiva, una presencia de Dios. Si el hombre se aleja del Dios vivo, si olvidamos su presencia real en el mundo, la paz se hace imposible. No es extraño, pues, que nuestra Madre insista en que no nos cerremos a la gracia y al amor.
San Agustín insistía magistralmente diciendo que “pax omnium rerum, tranquilitas ordinis” (la paz de todas las cosas se encuentra en la tranquilidad del orden, de civ. Dei XIX, 13). El orden consiste en ordenar la vida desde Dios y en relación a Él. Por eso la paz no es simplemente la ausencia de guerra, por la paz hay que luchar. Los santos dan su vida por vivir en esa paz que, en definitiva, es Dios mismo. Y la vida de los santos es siempre una historia de lucha por permanecer en el amor y la paz de Cristo. Por eso no podemos separar la paz del amor, el amor es Dios, la paz sólo puede surgir donde sobreabunda el Amor. El orden de vivir según el plan de Dios tiene grandes frutos y uno de los más grandes es la paz. Naturalmente, conseguir esto es un don de Dios al que debemos estar abiertos y para el que debemos prepararnos. La oración, la Eucaristía, el ayuno, la confesión y la lectura frecuente de la Biblia nos preparan para acoger ese don. ¡Ahora es el tiempo de la gracia! No podemos postergar más nuestra conversión. El gran don de la presencia de la Virgen María nos lo exige: abramos nuestros corazones a su presencia y sus regalos. ¿Cómo ordenamos nuestras vidas? ¿Qué es lo más importante para mi existencia?
El mensaje finaliza con una llamada al testimonio, a la misión. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 19-20). Testimonio se es de palabra y, sobre todo, con la vida. Como dice san Pablo a los cristinos de Filipo, “llevad una vida digna del Evangelio de Cristo” (20, 27 a). ¡Cuantas veces se nos llena la boca de palabras que no vivimos! Cristo se queda con nosotros para siempre, para la eternidad, para este momento concreto de nuestra vida: en la enfermedad, en la niñez, en la vejez, en la adolescencia, en la madurez, en los problemas, en los problemas familiares, en el hambre, en nuestras crisis, en el discernimiento vocacional, en la alegría…
¡Pidamos a la Virgen que nos ayude a vivir el evangelio y la paz inundará nuestros corazones! Ella, la llena de Gracia, nos quiere dar todo aquello de lo que rebosa su corazón.
Padre Ferran J. Carbonell