“¡Queridos hijos! Alegraos conmigo, convertíos en alegría y agradeced a Dios por el don de mi presencia entre vosotros. Orad para que en vuestros corazones Dios esté en el centro de vuestra vida y con vuestra propia vida, hijitos, testimoniéis para que cada criatura pueda sentir el amor de Dios. Sed mis manos extendidas para que cada criatura pueda acercarse al amor de Dios. Yo os bendigo con mi bendición maternal. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
La felicidad del cristiano no es superficial. El cristiano se alegra en Jesús, en su resurrección, en su presencia en nuestras vidas. Por eso los cristianos debemos estar alegres. Nuestro Dios es un Dios de vivos, presente en la historia. Dios es Alguien que interviene en nuestras vidas y las transforma. Él no nos abandona, vive y da vida. La Virgen nos repite lo que ya dijo san Pablo: “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres en el Señor” (Fil. 4, 4). Buscar esa alegría es buscar a Dios mismo. “La alegría en Dios es la única que no se nos puede arrebatar; todas las demás alegrías son variables y pasajeras; pero el que se alegra en Dios, se adhiere al mismo principio de todo deleite puro, al manantial de la verdadera alegría” (san Juan Crisóstomo, Homilías, 18 ad.pop.). Mantenerse en el Señor es lo que hace que la alegría se pueda mantener aún en el sufrimiento. Ni la enfermedad, ni el hundimiento anímico, ni la falta de bienes materiales… nada puede impedir al cristiano ser alegre y vivir en agradecimiento constante.
El cristiano actúa por amor a Dios y eso nos hace estar alegres. El objetivo es estar con Dios. Por eso la Gospa nos habla de la alegría, porque la alegría es llegar con ella a su Hijo. “Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor; con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (Rom. 12, 9-13). Preguntémonos que hacemos por nuestros semejantes, cómo los vemos. ¿Buscamos el bien del otro por encima del nuestro? Si algún bien hacemos es don de Dios, pero los dones deben también pedirse. Si buscamos la gracia, Cristo nos da lo que falta.
La oración, la eucaristía, la lectura de la biblia, el ayuno, la confesión… esas piedras son la manera como nuestros corazones pueden tener a Cristo como su centro. No podemos esperar más. Tenemos que entregar todo nuestro ser al Señor y no podemos esperar más. De verdad queremos hacer la voluntad de Dios, ¿queremos cumplir el Padrenuestro? Pues amemos, amemos, amemos, en nuestro hermano nos bendice Cristo, se hace presente en el mundo. Demos a los otros la alegría que tiene nuestro corazón. Una alegría que, como hemos dicho, es Cristo mismo resucitado. La santísima Madre de Dios espera que nosotros hagamos presente a su Hijo en nuestra vida, en nuestro obrar cotidiano. No olvidemos que esas piedras son el instrumento para mantenernos en Cristo. Alguien podría decir influido por el mal: “eso es sólo para algunos”. Pero Ella nos dice que las piedras son el regalo de Dios para que todos podamos estar con su Hijo, el único que nos puede llenar de alegría.
“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col. 1, 24), esa alegría del apóstol debe ser la nuestra. En el sufrimiento nos unimos a través de la Iglesia a Cristo. Cristo e Iglesia son inseparables, no podemos pensar en uno sin el otro. ¡Qué la Virgen nos ayude a todos a sentir con la Iglesia que es sentir con su Hijo!
P. Ferran J. Carbonell