“¡Queridos hijos! Hoy os invito nuevamente a la conversión. Hijitos, vosotros no sois suficientemente santos y no irradiáis santidad a los demás, por eso orad, orad, orad y trabajad en la conversión personal para que seáis signos del amor de Dios para los demás. Yo estoy con vosotros y os guío hacia la eternidad, que cada corazón debe anhelar. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
¡Conversión, conversión, conversión! Nos convencemos a nosotros mismos que la culpa de lo que nos pasa es siempre de otro: la sociedad, la escuela, los padres, los hijos, mi marido, mi mujer, la televisión, mi pobreza… La Gospa nos recuerda que la conversión empieza en el interior de cada uno de nosotros, en nuestros corazones. El mundo exterior no es tan importante. En nuestros corazones nos jugamos la eternidad: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mi” (Mc. 7, 6). Si nuestros corazones no están en la fuente, ¿con qué agua nos saciaremos? Si Cristo no se apropia de nuestros corazones, ¿cómo pretendemos tener Vida Eterna? La conversión empieza en uno mismo y no en los demás: ¿cuánto tiempo perdemos en juzgar a los otros? “No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y se os perdonará” (Lc. 6, 37) ¿No vemos que nuestro pecado y nuestros defectos son siempre mayores? Es necesario entender que la santidad consiste en dejar que Cristo, fuente, se adueñe de nuestros corazones y como fruto amemos de corazón a los hermanos.
María nos lo dice con claridad en Medjugorje: convirtiendo nuestros corazones podremos cambiar muchas cosas. Cambiando nuestra mirada el mundo será diferente. “Por el ejemplo de uno se corrigen muchos” (In 1c. 5, 7), nos dice san Ambrosio. En lugar de contemplar a los demás mirémonos a nosotros mismos y recemos para que Dios nos convierta. Busquemos a Dios y Él nos dará palabras y suscitará obras que moverán montañas: “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “arráncate de raíz y plántate en el mar” y os obedecería” (Lc 17, 5). Nuestro ejemplo es la mejor homilía, el mejor discurso, el único ejemplo. “El alma debe olvidarse de si misma y pertenecer enteramente a Jesucristo, que ha muerto para hacernos morir por el pecado y ha resucitado para las obras de la justicia” (san Anselmo in Monilog.). Las obras de la justicia empiezan por una vida unida a la de Cristo.
La Gospa nos exhorta a orar, a vivir en Cristo. No podemos perder el tiempo en tonterías. Debemos responder a esa llamada con diligencia. Ahora, en seguida, con prontitud, de inmediato. Unirnos a Cristo en cuerpo y alma, ese es el testimonio que el mundo espera de nosotros. Hombres y mujeres portadores del amor de Dios. No somos suficientemente santos: “¿Qué es la santidad? Es estar constantemente con Dios” (san Gregorio Nacianceno Iamb, 15). Podemos pensar que eso es sólo para curas, monjas o personas consagradas. ¡Qué el demonio no nos engañe! El camino de la santidad, de la unión a Cristo es para todos, todos debemos sentir la mirada constante de Dios que nos acompaña en cada acontecimiento de nuestra vida. Él está y nosotros debemos estar con Él. Si no estamos con Él ¿podemos irradiar su amor?
Orad, orad, orad, no existe otro camino. Si nos dejamos llenar de Cristo todo puede ser diferente. ¡Qué la Reina de la Paz nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell