“Queridos hijos, hoy os invito a una humilde, hijos míos, humilde devoción. Vuestros corazones deben ser rectos. Que vuestras cruces sean para vosotros, un medio en lucha contra el pecado de hoy. Que vuestra arma sea la paciencia y un amor sin límites, amor que sabe esperar y que os hará capaces de reconocer los signos de Dios, para que vuestra vida con amor humilde, muestre la verdad a todos aquellos que la buscan en las tiniebla de la mentira. Hijos míos, apóstoles míos, ayudadme a abrir los caminos que conducen a Mi Hijo. Una vez más os invito a la oración por vuestros pastores. Con ellos triunfaré. ¡Os lo agradezco!
“Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil entonces es cuando soy fuerte” (1Cor., 12, 10). Parece un contrasentido pero para Dios es así, cuando somos humildes y sencillos, austeros y auténticos, entonces somos fuertes para el Señor. Para nuestro mundo la humildad es signo de debilidad. Para Dios la humildad es el principio de su triunfo. Sólo en el camino de la humildad existe realmente sitio para Dios. Un corazón altivo llena el espacio de Dios; lo llena de egoísmo, pereza, avaricia, lujuria, amor a las cosas materiales, amor al dinero… La soberbia y el orgullo impiden la manifestación del Salvador en nuestras vidas. Por eso san Pablo se complace en las cosas pequeñas y en el sufrimiento; por eso María nos recuerda que nuestra debilidad es todavía nuestro gran orgullo. Nuestra oración será continua el día que entendamos el significado profundo de la palabra humildad. Nuestra fe nos exige esa respuesta de amor libre: ser pequeños para que Dios sea grande en nosotros.
Debemos trabajar por nuestra conversión. Es verdad que todo es gracia, que todo es don de Dios, pero ese don debe pedirse, implorarse y buscarse. No nos podemos quedarnos con los brazos cruzados y esperar. No es eso lo que Dios quiere. Dios espera nuestra colaboración en la obra de salvación. Dios nos regala su Espíritu Santo con una misión determinada para cada uno. Nos llama a hacer Su voluntad. No la nuestra, la Suya. Pero somos débiles. ¿Qué hacemos por expandir el Reino de Dios? ¿Cómo mostramos a los hombres la misericordia y el amor de Dios? El anuncio debe ser hecho de palabra pero sobretodo con las obras. Como nos dice el apóstol Santiago: “¿De que sirve, hermanos míos, que alguien diga: <<Tengo Fe>>, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o hermana están desnudos y carecen de sustento diario, y alguno de vosotros les dice: <<Id en paz, calentaos y hartaros>> pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Jm. 2, 14-17). Por eso si hablamos pero no trabajamos por los otros, en realidad, no estamos sembrando la Buena Nueva de Jesús de Nazaret. A veces trabajamos y nos afanamos por cosas que no sirven para nada. Hoy, más que nunca, se nos pide trabajar por el Reino: que el Reino venga a nosotros y que nosotros podamos anunciarlo.
La perseverancia en nuestra conversión, he aquí una difícil tarea. A menudo nos sentimos tocados por la luz del Señor, pero al poco tiempo dejamos que ésta se apague. ¡Qué gran pecado! Somos como Ciegos. “El que persevere hasta el final se salvara” (Mt. 24, 13), nos dice Jesús. Debemos orar continuamente para conseguir la ayuda necesaria para llegar hasta el final. Porque el cristiano no fija su mirada en el camino, el cristiano anda contemplando ya la cima. Como dice san Beda el Venerable: “Sea Dios vuestra casa, y sed vosotros la casa de Dios, vivid en Dios, para que Dios viva en vosotros. Dios vive en vosotros para reteneros y haceros perseverar, y vosotros vivís en Dios para no caer” (In epist. Joann.).
¡Pidamos a la Gospa que nos conceda de su Hijo el don de la perseverancia, del trabajo silencioso, de la oración continua y de una humildad auténtica!
P. Ferran J. Carbonell