La primera pedrada de Medjugorje me la llevé en toda la frente. Yo tenía 28 años y viajé allí para “descubrir el pastel”, como dice jocosamente mi compañero de aquel viaje, Gonzalo Moreno, sobre el presunto fenómeno de apariciones marianas que se vendrían dando en Bosnia y Herzegovina desde 1981.
Aquella noticia me atraía, por un lado, por la tremenda novedad que podía suponer la presencia real de la Virgen María en mi vida, en mi tiempo, en mi generación. De ser cierto, suponía que el acontecimiento de Fátima se revivía ahora mismo, y me abría la posibilidad de conocer a Lucía en la actualidad, de hablar con un Jacinta en el idioma de los croatas y de ver reflejada la mirada de Francisco en la de un joven llamado Jakov seguidor del Hadjuk Split.
Por otro lado, me rebelaba pensar que en todos estos años, un católico como yo, educado en colegio del Opus Dei y para quien el rezar ha sido el pan mío de cada día -en ocasiones como alimento de ganso para el paté, hasta reventar-, nadie en esta Tierra de María me hubiese hablado del acontecimiento. No, tenía que ser falso. No era verdad.
Y cual fue mi sorpresa allí que mi primera tarde en aquel lugar me robó el corazón una sencilla y recogida adoración eucarística en una parroquia de pueblo a punto de estallar. Yo había estado en cientos de adoraciones y vigilias, pero algo tuvo aquella que de nada me importaron aquella primera noche los llamados videntes ni que el sol pudiera bailar. Por primera vez en mi vida tuve la certeza vivida de que Cristo Eucaristía escuchaba y mimaba a los que le hablaban. Me lo decían los ojos de todos aquellos que le rezaban en la penumbra. No fue normal. Aquella parroquia tenía algo que yo desconocía. Y la primera pedrada me la llevé en toda la frente, ante el pan vivo de la Eucaristía. A partir de ahí, nada fue igual.
Jesús García, Periodista.