Hace cuatro años visité Medjugorje por primera vez. Fue en marzo de 2006 cuando, con el propósito de hacer un reportaje, viajamos hasta Bosnia y Herzegovina para adentrarnos en el epicentro de toda esta historia que parece sacada de la imaginación de un ángel medio loco, dando con los huesos de Gonzalo en el seminario y con mis dedos desgastándose escribiendo sobre el dichoso pueblecito de nombre impronunciable.
Gonzalo regresó a Medjugorje a penas mes y medio después. Yo tampoco tardé Mucho. En junio estaba allí de nuevo. Quería ir sin tener que trabajar, olvidándome la cámara y de la grabadora, de los horarios, entrevistas y obligaciones para respirar Medjugorje como un peregrino más.
Cuando regresé a Madrid, Rafa, del que ya os he hablado bastante, tenía una especie de necesidad imperiosa por ir a Medjugorje, pero sus seis hijos tienen la manía de comer cada día, y su jefe no le daba días libres hasta bien pasado el verano. En Julio era el EMF y en agosto se iba él. El jefe, digo…. De modo que el viaje, en ese momento, resultaba inviable.
Una mañana de martes entre el 15 de julio y el 25, a mí me había ido fatal en el trabajo. Llamé a Rafa para ver si podíamos comer juntos y cuanta fue mi alegría al ver que él tampoco había tenido el mejor día. Eso es genial, porque así pudimos hablar mientras devorábamos una hamburguesa y una cerveza bien fría de lo mal que hace las cosas todo el mundo en general y de lo bien que lo hacemos nosotros, en particular. Es un ejercicio muy común entre los ahombres. Entre risas y cervezas, Rafa comentó la idea de ir a Medjugorje por tierra. Una furgoneta o una caravana podían ser la solución, pero hasta entonces, no había visto una buena oportunidad de alquilar una u otra. El sueño del viaje se esfumaba en la cara de Rafa, pero con mucha pausa y sin exagerar, le dije a Rafa que si quería ir a visitarla a Ella, que se lo pidiera. Mi amigo me miraba con cara de que se me hubiese caído un tornillo, lo cual es irrelevante ante la mirada amorosa y tierna de Nuestra Madre, que empezó a organizarse para que el deseo de Rafa se cumpliera.
Cogimos la moto y antes de volver al trabajo, nos pasamos por el Corte Inglés porque Rafa quería comprar un libro. Yo, con tal de no pasar mucho tiempo por la redacción aquel día, me apuntaba a un bombardeo. Estando allí, Rafa comentó que había perdido su viejo mapa de carreteras y cogió a voleo uno de los que allí se vendían. No sé si alguna vez habéis estado, pero aquello era la sección de mapas de El Corte Inglés, es decir, que hay mapas hasta de la cara oculta de la luna. Eran como tres estanterías repletas de todo tipo de mapas: mapas de carreteras, planos de ciudades, mapas de Asia, de América, de África… no hubiese sido extraño encontrar allí algún mapa del tesoro, aunque ahora que lo escribo, creo que el que Rafa cogió a voleo tenía más de mapa del tesoro que de carreteras y autopistas.
Cuando Rafa ya había pagado el mapa y esperaba la vuelta, yo lo saqué de la bolsa. Era un mapa de tantos, uno entre un millón, pero el que Rafa había cogido sin pensarlo ni darse cuenta tenía marcada la equis del tesoro en todo el centro de la portada.
No es ningún descubrimiento que los diseñadores de las portadas de los mapas nunca van a ganar ningún concurso de diseño. En todos los mapas del mundo la portada del mapa es un trocito de mapa. En este caso, Rafa se había decidido por el Michelín de Europa, por lo que en su portada podían haber puesto un pedazo de Islandia, de Baviera, de Italia o de Formentera, por poner algún ejemplo.
Cuando tuve el mapa en mis manos me di cuenta de que en todo el medio aparecía ante mis ojos el mismo mapa que durante los últimos cuatro mese tantas veces había estudiado, con los mismos nombres raros que ya se me hacían familiares. Antes de que Rafa cogiera el cambio le miré con cara de pirata, con una sonrisa de oreja a oreja y sin dudarlo ni un momento, le dije: “No sé cómo va a ser, pero tú te vas este verano a Medjugorje”.
Rafa no se creía lo que veía, pero en la portada del mapa de Europa que él había escogido de entre decenas de mapas, estaba Medjugorje. Pequeñito, medio borroso y puede que incluso mal escrito, pero ahí estaba haciéndole un guiño como diciendo. “Tú te vienes conmigo”.
Rafa dice que en ese mismo instante él supo que ese verano iría a Medjugorje, y aún no sabemos muy bien cómo, a penas dos o tres día después ya teníamos furgoneta gratis, casa en Medjugorje para ir al Festival y dos acompañantes más que hacían más llevadero y económico el viaje.
Salimos de Madrid el lunes 31 de julio de 2006 a las diez de la mañana y llegamos a Medjugorje el martes 1 de agosto a las 17. Batimos todos los records mundiales habidos y los que quedan por haber de peregrinación. Treinta y dos horas para hacer dos mil quinientos kilómetros que dieron para muchas anécdotas. Me quedo con una de ellas. A pocos kilómetros de la frontera, Carlos, el cuarto pasajero, nos reveló un inconveniente y es que su DNI estaba caducado. Entrar sin papales en Bosnia y Herzegovina no es nada sencillo, claro está, y cuando el guardia de la aduana nos pidió explicaciones, el padre Cruz se limitaba a hablarle en un castellano perfecto que el policía no entendía, que nosotros íbamos a Medjugorje, a ver a la Gospa, que él era el padre Cruz, de Pamplona, y que rezaríamos por él y su familia durante toda la vida. El guardia, desesperado ante la tozudez de un fraile navarro, nos dejó pasar entre improperios y en su idioma, que parecía el arameo.
Esa semana conocimos el Festival de Jóvenes. Lo que disfrutamos aquellos seis días es imposible de expresarlo ni con un millón de adjetivos humanos diferentes. No hay diccionario capaz de expresar en la tierra la cantidad de cosas que vivimos los cuatro aquellos días, largos como cataratas que cayesen del cielo, agotadores como maratones pero inolvidables como los primeros amores. Cada uno tuvo lo suyo. El cura se infló a confesar. Le teníamos que llevar la comida en una bolsa de plástico cada día, y la merienda también, aunque alguna vez me olvidé. En fin, cada uno lo suyo y todos juntos una misma cosa, al pie del monte, cuando ya nos volvíamos.
Lo que ocurrió entonces lo recordamos hasta hoy como si hubiese ocurrido hoy. Es nuestro regalo de despedida. En la furgoneta, durante el regreso, estuvimos en absoluto silencio durante unas cinco horas. No se podía romper con nuestras palabras la sintonía que había allí dentro entre nosotros y el cielo.
Yo siempre lo he dicho, que no sé si la Virgen María se aparece en Medjugorje o no, lo que sí que se es que allí pasa algo, que ese algo es algo bueno, y que sigue sucediendo. Lo que sea, ya lo explicará la Iglesia, que es quien sabe de esto…
De aquel viaje nacieron los posteriores Medjujoven, las peregrinaciones que hacemos en bus desde Madrid para participar en el Festival de Jóvenes. Nos queda una semana para irnos. Repetimos Rafa, el padre Cruz y yo, con ciento veinte personas más. Qué sería lo que pasó aquellos días es algo que nos pertenece, pero lo que nadie puede negar es que la furgoneta ha dado de sí multiplicándose por treinta.
Quien nos lo iba a decir, aquella mañana de martes, en la que todo comenzó con un mapa de carreteras. Quien se lo iba a decir aquel día, cuatro años atrás, a los que este jueves emprenden con nosotros nuestro mismo viaje.
Dios mío, dicen de ti que escribes con renglones torcidos. Yo lo que creo es que, mucho más que torcido, escribes entre líneas. Te gusta dejar mensajes en los mapas, a los ojos de todos, pero que solo encuentran aquellos que te buscan, y que te sirves del cabreo humano de un mal día de trabajo, para enseñarnos a leerte en lo humano de cada día.
Jesús García. Autor del libro “Medjugorje”. (Ed. LibrosLibres)