Estamos viviendo un tiempo de Gracia muy especial, muy profundo, que dará un gran fruto a nivel mundial, porque está dentro del maravilloso plan de Dios. Esta pandemia en ningún caso es algo que se le escape a Dios, o que esté al margen de su voluntad. Al contrario, es una ocasión privilegiada que Él nos da para vivir la Vida verdadera, la alegría profunda, la esperanza que llena el alma… pues todo lo que sucede, absolutamente todo, sirve para el bien de sus hijos, de los que saben leer su amor en todo acontecimiento (cf. Rm 8).
Este tiempo en el que la pandemia del COVID-19 está trayendo muerte, sufrimiento, enfermedad, confinamiento y limitación de nuestras libertades, debe ser ocasión para levantar los ojos al cielo, a Dios Padre, y reconocer quién es Él, cuán grande es su amor y su bondad. Especialmente, debemos hacerlo ante la consecuencia más dolorosa que las medidas sanitarias están trayendo para muchos cristianos: la imposibilidad de acceder públicamente a la misa (y demás sacramentos) en muchos lugares, y el cierre temporal de las capillas de adoración perpetua. Sí, Dios lo está permitiendo y, por lo tanto, aunque parezca incomprensible, quiere sacar un bien de esta situación. No caigamos en la tentación de querer juzgar (y mucho menos condenar) a los que toman esas decisiones. En primer lugar, porque solo a Dios corresponde juzgar. En segundo lugar, porque si juzgamos, seguro que nos equivocamos. Lo único que nos toca es, en primer lugar, rezar por nuestros pastores, día y noche, para que sean iluminados en todo momento por el Espíritu Santo; y en segundo lugar, confiar en sus decisiones, aunque no las entendamos, y obedecer filialmente.
Hagámonos esta pregunta: ¿qué bien podemos sacar, en concreto, de este hecho doloroso del no acceso a los sacramentos? Caigamos en la cuenta de que es una situación análoga a lo que vivimos cada año en la Semana Santa: desde el Jueves Santo, una vez celebrada la Cena del Señor, hasta el Domingo en la Vigilia Pascual, la Iglesia entera no celebra la Eucaristía… y el Sábado Santo, ni siquiera comulga (lo cual sí se hace el Viernes Santo). Ahora estamos en una especie de Sábado Santo muy largo, sin fecha de término conocida… pero con una gran diferencia: en este Gran Sábado Santo de la pandemia, sí se celebra la Eucaristía. La misa sigue sosteniendo a la Iglesia del mundo entero. Ciertamente, los fieles no pueden asistir físicamente (virtualmente lo hacen millones a través de los medios, incluso muchos que no iban a la misa), pero ningún sacerdote está dejando de celebrar diariamente la Eucaristía (salvo los impedidos) durante este Gran Sábado del confinamiento. La eficacia salvífica de la misa no proviene de que a ésta asistan fieles, sino de la misa misma, que es el Misterio Pascual de Cristo actualizado en el presente; la asistencia de fieles es eficaz en cuanto que unen su plegaria a la ofrenda de Cristo, y cuantas más almas orantes, mejor. Pero cada misa sigue siendo salvífica en sí misma, sigue sosteniendo al mundo entero, sigue siendo la victoria del amor de Dios sobre todo mal.
Dios, en su sabia pedagogía, cuenta con que dos días al año no se celebre la Eucaristía, para que nos introduzcamos más profundamente en el misterio redentor de la muerte de Cristo, y vivamos más plenamente su resurrección en la Vigilia Pascual. Si ahora permite que vivamos este Sábado más largo, hagámoslo como en Semana Santa, entrando en el misterio de Cristo en el sepulcro (en nuestro aislamiento), en su descenso al Sheol.
Pero, ¿cómo vive la Iglesia este misterio del Sábado Santo? Con María. La Iglesia vive todo siempre con María, y especialmente los sábados. El sábado es el día de María. Y el momento presente es el tiempo de María. Ella sostiene a la Iglesia de modo particular en este tiempo. Ella es la Mujer vestida de sol (Ap 12) que vela por sus hijos y los defiende del mal. Y entre todos los sábados del año, el Sábado Santo es el día en el que la Iglesia sólo tiene físicamente consigo a María; por eso, fija sus ojos en Ella, que el día del Viernes Santo se convirtió en Madre corredentora del género humano, al ofrecer a su hijo por la salvación del mundo en la cruz, y al ofrecerse Ella misma con él al Padre, y vivir en su alma la pasión de su Hijo, hasta ser su alma atravesada por el dolor. Recibió ahí su título de parte de Cristo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26), ahí tienes a la humanidad a la que he redimido con mi sangre, unido de corazón a ti.
Vivamos este enclaustramiento al que nos someten las medidas sanitarias unidos a María, a su Sábado Santo, con sus mismos sentimientos de ofrenda por el mundo, con su Corazón obediente a la voluntad del Padre.
Al terminar el confinamiento, resurgirán las capillas de adoración perpetua, con nuevo ardor, con mayor numero, con más adoradores, con más capillas; se volverá a la misa con un deseo nuevo, con un corazón nuevo, con un agradecimiento nuevo. La luz brillará con más esplendor tras la oscuridad. La purificación vivida y la obediencia al Padre traerán un nuevo futuro de la mano de María. Porque tras un Gran Sábado, no puede venir sino un Gran Domingo, un inmenso Día del Señor, una maravillosa Resurrección del Señor de la vida, que ama a su pueblo, y que solo espera de él fidelidad en la prueba, confianza en la oscuridad, oración y ayuno en la tribulación, esperanza y alegría ante la adversidad. Y Él lo hace todo. Es Él quien salva. Él lo hará. Mejor dicho, Él ya lo ha hecho. Él ya ha obtenido la victoria sobre el Mal. Él ya nos ha salvado en su muerte y resurrección. La Iglesia solo espera la plasmación de esa victoria, la venida del Señor para llevarla a cabo. Sabemos que la historia acaba bien, acaba con salvación. Por eso, decimos con fe y alegría: “Ven, Señor Jesús”. El Espíritu y la Esposa claman: “Marana Tha, Ven Señor” (cf. Ap 22,17).
Padre Agustin Gimenez.
Fuente: www.centromedjugorje.org