“Queridos hijos, aquí me tenéis. Estoy aquí entre vosotros, os miro, os sonrío y os amo como solo una Madre puede hacerlo. A través del Espíritu Santo, que viene por medio de mi pureza, veo vuestros corazones y los ofrezco a mi Hijo. Desde hace tiempo, os pido que seáis mis apóstoles y que oréis por quienes no han conocido el amor de Dios. Pido la oración hecha con amor, que realiza obras y sacrificios. No perdáis el tiempo en pensar si sois dignos de ser mis apóstoles. El Padre Celestial juzgará a todos, pero vosotros amadle y escuchadle. Sé que todo esto os confunde, como también mi permanencia entre vosotros, pero aceptadla con gozo y orad para comprender que sois dignos de trabajar para el Cielo. Mi amor está en vosotros. Orad para que mi amor venza en todos los corazones, porque este es un amor que perdona, da y nunca termina. ¡Os doy las gracias!”
REFLEXIONAMOS
01.- Como en aquellos días María se encamina presurosa a nuestro encuentro y de nuevo certifica entre nosotros su amor y su presencia “aquí estoy entre ustedes”. Como una buena Madre tiene puestos sus ojos en nosotros, nos comunica la alegría de su amor y nos lo muestra vivamente; una forma de amar muy particular; una manera de amar como solo una Madre puede y sabe hacerlo. Un amor que nos perdona, se nos comunica gratuitamente y que nunca se acabara. En la presencia maternal de María, Dios nos da su amor por medio de su Hijo y en Él nos ha reconciliado, nos ha perdonado y nunca dejara de amarnos
02.- María nos trae ese amor por medio de Jesús. Él es la causa de su mirada, su sonrisa y su amor. Ella viene pronto a socorrernos como a sus hijos, haciendo en todo la voluntad del Padre. Nos dice el Papa Francisco: “Cuando María tiene claro qué cosa Dios le pide, lo que tiene que hacer, no tarda, no retarda, sino que va <sin demora>. El actuar de María es una consecuencia de su obediencia a las palabras del ángel, pero unida a la caridad: va a Isabel para hacerse útil; y en este salir de su casa, de sí misma, por amor, lleva cuanto tiene de más precioso: Jesús; lleva a su Hijo” (Homilia 31/04/13)
03.- Nuestra Madre se convierte así por su presencia en gozo y alegría. Ella es el rostro maternal del amor de Dios en su Hijo Jesucristo. Ella que vive de la palabra de Dios, “habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Verbum Domini 28). Así, ella es madre del Amor encarnado, un amor que perdona, que se nos da y nunca se acaba
04.- Por obra del Espíritu Santo que viene a nosotros por la pureza de nuestra Madre Bendita, ella puede ver nuestros corazones y ofrecerlos a su Hijo, con quien está íntimamente unida. En ella descubrimos el querer de su Hijo y responderle a ella es responder a su Hijo. “La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse, para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a «su hora». En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera «señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos”. (Redemtoris Mater 21)
05.- Gracias a la Intercesión de nuestra Madre y por nuestra obediencia a su invitación constante a la conversión, se podrá realizar entre nosotros el plan de Dios, del que ella es portadora. Por eso su constante llamada a ser sus apóstoles de paz. De una manera especial hemos de realizar el deseo de su corazón al orar por quienes no han conocido el amor de Dios, entre los cuales nosotros mismos estamos, siendo así que por su ayuda maternal y nuestras constantes suplicas muchos más conocerán y experimentaran el amor de Dios y nosotros mismos seremos sanados y vivificados en ese amor. Un amor que nos perdona, se nos comunica y perdura para siempre.
06.- Nuestra oración, nace del amor eterno que perdona y se vive en este mismo amorque se nos da. Es una gracia especial de Dios, por eso esta oración, ha de hacerse con amor, un amor que permite la realización de la obra maravillosa de la salvación alcanzada por medio del sacrificio de Cristo. Esta oración tiene su expresión máxima en la Eucaristía donde el Señor continua obrando mediante su sacrificio nuestra propia salvación. Es la Eucaristía la fuente del verdadero amor que reconcilia, que se nos comunica como alimento de vida y que nos hace permanecer unidos a este mismo amor.
07.- La actitud permanente de quien se sabe amado es siempre escuchar y amar, de ahí que nuestra preocupación sea escuchar a Dios por medio de Jesucristo su Hijo y en El amarlo, sin perder el tiempo en preguntar si somos dignos de ese amor; por eso ella nos llama ser sus apóstoles de paz, dejándonos ante todo amar por Dios, que nos juzgara igual en el amor. Un amor eterno y misericordioso. “Porque el Señor es bueno y su amor es eterno, su fidelidad permanece de generación en generación” (Sal 100,5)
08.- La bienaventuranza máxima de la fe es expresada en aquellas palabras del Señor: “Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!». (Jn 20,29). Por eso la fe de María es expresión de máxima felicidad. Ella es feliz porque ha creído, sin cuestionar nada: “Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Es esa felicidad la que ella nos comparte llamándonos igual que ella, a la confianza plena en el amor de Dios. Ella sabe bien que hay tantas cosas que no son comprendidas con la razón pero que deben ser asumidas con el corazón, por eso nos invita a creer todo cuanto ella nos está comunicando. Nos llama a aceptar con alegría su presencia, mas allá de cualquier especulación humana, porque su presencia es entre nosotros un misterio de amor que más que ser comprendido debe ser acogido, como acogido debe ser el misterio mismo de Dios que se ha encarnado entre nosotros y nos ha salvado, por medio de su amor que perdona, que se nos da y nunca se aparta de nosotros. “¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, y deja de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no te olvidaré” (Is 49,15)
09.- Con esa actitud de gozo que acoge este misterio de su presencia entre nosotros podremos acoger mejor el misterio del amor de Dios, un amor que en María nos perdona, se nos comunica y nunca se acaba. Este amor de Dios está vivo entre nosotros. Se ha encarnado en el vientre bendito de nuestra Madre. Es el bien verdadero y eterno que en ella Dios sigue comunicando a la humanidad. Nos dice el Papa Benedicto XVI: “En María, Dios ha hecho confluir todo el bien y, por medio de Ella, no cesa de difundirlo ulteriormente en el mundo” (23/09/11) Por eso acoger con gozo su presencia entre nosotros nos permitirá unirnos más íntimamente a este amor y experimentar la gracia de ser amados. Pues al fin y al cabo ser amados de Dios consiste en ser perdonados, vivir de ese amor que se nos da y no sentirnos jamás abandonados de Dios, que nunca dejara de amarnos: “Con amor eterno te amo, por eso te mantengo mi favor” (Jr 31,3)
10.- Por medio de la presencia maternal de María en nuestros tiempos, somos llamados a ser trabajadores para el cielo. Nuestra principal labor es la Oración que permitirá unirnos a Dios, acoger su amor y descubrir nuestra misión de ser colaboradores en la salvación de nuestros hermanos. Nuestra oración esta llamada a ser fecunda al ayudar a nuestros hermanos a encaminar sus vidas al cielo; es decir llevarlos a Dios. Esta oración esta llamada a ser expresión viva del amor de nuestra madre. Amor que perdona, que se nos comunica y nunca se acaba. La Reina de la Paz en nuestros tiempos es la certeza del amor eterno de Dios: “Aunque las montañas cambien de lugar, y se desmoronen los cerros, no cambiare mi amor por ti, ni se desmoronara mi alianza de paz, -dice el Señor que te ama” (Is 54, 10)
SUPLICAMOS A NUESTRA MADRE LA REINA DE LA PAZ
Te damos gracias Madre Santísima, Reina de la Paz por estar con nosotros. Gracias por tu llamada de amor. Amor que perdona, amor que se nos da, amor y que no sea acaba. Gracias por tu maternal intercesión. Ayúdanos a acoger tu presencia entre nosotros llenos de gozo y con la fe viva de quien confía y no cuestiona. Enséñanos a aprender de ti a amar a Dios que nos ama y que nos juzgara en el amor. Haz crecer en nosotros la alegría de ser tus apóstoles de paz y trabajadores para el cielo. Gracias por darnos tu amor y hacernos portadores de este amor. Madre queremos, atendiendo a tu llamada, orar en el amor, especialmente por quienes no han conocido el amor de Dios. Haz que nosotros mismos caigamos en la cuenta de la necesidad que tenemos de este amor, de modo que al orar por quienes no lo experimentan en sus vidas, nosotros también seamos alcanzados por este amor. Que nos sintamos muy amados de Dios al experimentar su misericordia y su perdón. Que podamos vivir alimentados de ese amor que se nos da, especialmente en la Eucaristía. Que nunca dejemos de creer en el amor de Dios, que se nos ha dado para siempre y nunca se acabara. Amen
NUESTRO COMPROMISO CON LA REINA DE LA PAZ
Acoger con gozo la presencia de Nuestra Madre, convirtiéndonos en apóstoles de su amor. Orando por quienes no experimentan el amor de Dios en sus vidas y dejándonos alcanzar por su amor maternal que es perdón, que es gracia y perdura para siempre.
IMPLORAMOS SU BENDICION MATERNAL
Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desprecies las oraciones que te hacemos en nuestras necesidades; antes bien líbranos de todos los peligros, oh Virgen Gloriosa y Bendita. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar, las divinas gracias y promesas, de nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Dulce Madre, no te alejes, tu vista de nosotros no partes. Ven con nosotros a todas partes y nunca solos nos dejes. Y ya que nos proteges tanto como verdadera Madre, cúbrenos con tu manto, y haz que nos bendiga el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo. Amén.
P. Rafael Zacarías García