“¡Queridos hijos! También hoy, os traigo en mis brazos a mi Hijo Jesús, y a Él le pido la paz para vosotros y la paz entre vosotros. Orad y adorad a mi Hijo, para que en vuestros corazones entre su paz y su alegría. Oro por vosotros para que cada vez estéis más abiertos a la oración. Gracias por haber respondido a mi llamada”
“Que el Reino de Dios no es cuestión de comida ni bebida, sino de justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm. 14, 17) Tenemos necesidad de Dios. Estamos necesitados de Él, estamos necesitados de Dios. Si no descubrimos esa necesidad, jamás nos daremos cuenta que hemos de ser salvados. ¿De qué hemos de ser salvados si no reconocemos que somos pecadores? Parecemos no entender que para salir de algo hemos de darnos cuenta que estamos en ese algo. El enfermo debe reconocer su enfermedad como primer signo de desear la curación. No podemos salir del pecado sino lo descubrimos. No podemos ser salvos sino sabemos de qué. “Necesitamos las manos de Cristo para tocar esos cuerpos heridos por el dolor y el sufrimiento. El amor intenso no mide, solo da”. (Madre Teresa de Calcuta). Solo aquel que se da cuenta de su miseria y su pecado puede experimentar esa necesidad. Necesitamos a Cristo, necesitamos su amor. Por eso nuestra aspiración más profunda debe ser poseer todos los bienes espirituales, especialmente, la justicia y la paz. La justicia pertenece al lado más pragmático del hombre, nace de nuestro comportamiento. Ser justos es un don pero también una tarea del hombre en el cumplimento de la ley y la búsqueda de la propia consciencia. El único justo es Dios y el hombre debe tender a su justicia. “La justicia verdadera y progresiva nace del amor” (Beato Pablo VI). La paz es otro don que se fortifica en la persona si ésta ordena su vida desde y para Dios. La paz no es ausencia de lucha, más bien es la tranquilidad de saber que luchaos para que el Reino triunfe primero en nosotros y, después, en la sociedad. “Consérvate primero tú mismo en paz y luego podrás llevar la paz a los otros” (Thomas de Kempis). San Pablo añade un cosa más: “el gozo en el Espíritu Santo”. Ese gozo viene del contacto con Dios, de la oración, de la contemplación, de la alabanza, de la petición, de la acción de gracias… no es que los problemas dejen de existir, ni tan solo que todas las heridas que nos afligen estén curadas. Se trata de un abandono total al Espíritu Santo, el mismo que exhaló Jesús en la cruz, el mismo con el las cosas fueron vivificadas, el mismo presente en todas las celebraciones Eucarísticas, el mismo presente en nuestras vidas. No importa donde se encuentre nuestra vida, lo importante es donde está nuestro corazón. El Espíritu viene a dar confort a nuestro interior, de tal manera que podemos tener la tristeza por un pecado cometido o por la pérdida de un ser querido, no importa, Dios nos regala su gozo para que podamos, desde el amor, vivir el gozo de su intimidad. “Devuélveme el son del gozo y la alegría, se alegren los huesos que tu machacaste. Aparta tú vista de mis yerros y borra todas mis culpas” (Ps. 51, 10-11). Y aunque lo hayamos oído mil veces debe penetrar en nuestros corazones las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt. 5, 5). A menudo no nos percatamos de que debemos llorar para tener ese consuelo divino. No se trata de palabras vacías. Son palabras escritas para ser pronunciadas en nuestros corazones. Han sido escritas para nosotros. La alegría del Espíritu Santo no depende de las circunstancias exteriores. Más bien estamos hablando de donde tenemos nuestro corazón cuando nos sobrevienen las contrariedades.
“Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”. (Rm. 5, 8). Este tiempo en que nos toca vivir no podemos que ni el pecado, ni la falta de amor nos destrocen. Dios nos ama profundamente, tanto que se encarnó y dio su vida para conducirnos a su morada. Dios nos ama por nuestro nombre, “sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’”. (Lc 10, 20). Él ha escrito nuestro nombre en el cielo, el tuyo y el mío. ¡No es una broma! Su amor es verdadero. Nuestra respuesta no puede ser otra que el amor. Si de verdad nos sentimos amados y hemos entendido lo que significa ese amor no podemos menos que responder con amor, a Dios y a los hermanos. A Dios a través de la oración, de la meditación de su palabra, la confesión, el ayuno, la Eucaristía, y al hermano reconociendo el rostro de Cristo en ellos. Ayudando a los más desfavorecidos, a los pobres, a los drogodependientes, a los enfermos del tipo que sea. El amor a Dios se vuelve algo totalmente práctico, el cristiano abandona cualquier teoría del amor para lanzarse a amar sin prejuicios y con valentía. Ciertamente en esa apertura al amor encontraremos aprovechados, poco agradecimiento y hasta contrarios. Todo debe llevarnos a una oración más profunda por todos. Hasta que la ‘civilización del amor’ no se expanda no podremos decir que el Reino de Dios está totalmente entre nosotros y que la Navidad ya es definitiva. San Juan XXIII compuso esta oración que os invito ahora ha hacer frente al portal de Belén contemplando la centralidad de Cristo Jesús:
“Dulce Niño de Belén, haz que penetremos con toda el alma en este profundo misterio de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres esa paz que buscan, a veces con tanta violencia, y que tú sólo puedes dar. Ayúdales a conocerse mejor y a vivir fraternalmente como hijos del mismo Padre.
Descúbreles también tu hermosura, tu santidad y tu pureza. Despierta en su corazón el amor y la gratitud a tu infinita bondad. Únelos en tu caridad. Y danos a todos tu celeste paz. Amén”.
¡Qué la Gospa nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell