“Queridos hijos, vosotros no sois conscientes de las gracias que vivís en este tiempo, en que el Altísimo os da señales para que os abráis y os convirtáis. Regresad a Dios y a la oración, y que en vuestros corazones, familias y comunidades reine la oración, para que el Espíritu Santo os guíe y os anime a estar cada día más abiertos a la voluntad de Dios y a Su plan para cada uno de vosotros. Yo estoy con vosotros, y con los santos y los ángeles intercedo por vosotros. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”
“Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos: Maestro, queremos ver un signo hecho por ti. Mas él les respondió: ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo, pero no se les dará otro signo que el del profeta Jonás” (Mt. 12, 38-39). Jonás no quería ir a predicar a Nínive y se enfrenta a la misión que Dios le había encomendado. Tras pasar en el vientre de un pez tres días y tres noches orando profundamente y abandonándose al Señor, es arrojado para cumplir la voluntad del Señor y convertir a los ninivitas. A través de María, Dios lanza su llamada a nuestra conversión. Somos nosotros como los ninivitas, necesitamos oír la llamada a la conversión. Nínive se vistió de saco y ayunó. ¿Qué haremos nosotros por nuestra conversión? ¿Pensamos que el anuncio de conversión es para los demás? La llamada al cambio es para todos pero especialmente para mí. No podemos referir esa conversión y apertura al Espíritu a los demás. La llamada es personal, para cada uno. Una vez hemos oído esa llamada es necesario, también, que lo testimoniemos. A menudo, pensamos que la misión está lejos y no es así. Si somos ninivitas necesitados de conversión, también somos llamados como Jonás a predicar la conversión. Llamados a anunciar el Evangelio por todo el mundo. Ser testimonios del amor de Dios. Ese testimonio debe empezar por nuestras familias y nuestros vecinos. No debemos dejar la oportunidad de anunciar al Dios verdadero a aquellos que practican otras religiones. ¡No podemos tener miedo! Solo hay un Dios verdadero y ese es el de Jesucristo, solo a través de Cristo se llega a la vida. No todo es igual. Para nosotros existe una Verdad que debemos amar y anunciar. Solo Yahvé es la verdad. Si realmente hemos descubierto al Señor debemos proclamarlo caritativamente a los demás. No debemos tener miedo de decir a judíos y, sobre todo, a musulmanes que Cristo es el Dios hecho hombre, nuestra única posibilidad de llamar a Dios Padre. La Providencia hace que vengan hacia nosotros los que antaño teníamos que ir a buscar lejos, ¡aprovechemos el signo de los tiempos! Lo harían el beato Ramón Llull, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Pedro Nolasco… ¿no estamos obligados a imitarlos? De esta forma el cristiano debe ayudar, servir, dar de comer, enseñar, compartir sus bienes… y anunciar la Buena Noticia de palabra y obra. Hay que anunciar con alegría lo que nos mueve a servir y a llorar con los más necesitados. El Señor nos da signos continuos de su amor: en los sacramentos, especialmente en la confesión, el bautismo y la Eucaristía; en nuestra vida manifestándose providencialmente; en nuestra oración sincera y en la lectura de la Palabra; en la naturaleza y sus bondades y belleza… No solo nos dio el signo de Jonás sino que se hace presente en nuestras vidas. “Tú y yo y todo ser humano en este mundo es un hijo de Dios, creado a imagen de Dios, creado para cosas grandes, para amar y ser amado. Tenemos tanto sufrimiento en el mundo porque olvidamos que fuimos creados para grandes cosas, que fuimos creados para amar y ser amados. Así pues es muy necesario que oremos, con la oración tendremos un corazón limpio y un corazón limpio puede amar. Porque el fruto de la oración es el amor y el fruto del amor es el servicio, y no es cuánto hagamos sino cuánto amor ponemos en lo que hacemos.” (Beata Teresa de Calcuta).
“Jesús le contestó: Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo. Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico” (Mt. 19, 21-22). Si de verdad hemos conocido al Señor debemos dejarlo todo para seguirlo. Abandonar nuestro apego a las cosas materiales, incluso a nuestras seguridades espirituales. Dejarnos en manos de Aquel que nos ama con un amor inexplicable, sin límites. Confiar en el Señor no es darle una pequeña parte de nosotros, Él lo espera todo. “Aquel que desconfíe totalmente de sí y ponga toda su confianza en Mí será omnipotente” (Beato Padre Alberto Hurtado Cruchaga S.J.). Hacer la Voluntad de Dios no es fácil y es necesario tener la libertad interior para seguirla. No es superflua la insistencia de la Gospa en la oración. En la oración hablamos y contemplamos al que nos amó primero. En la oración nos inspira con la fuerza del Espíritu Santo aquello que espera de nosotros. En la oración y con su Palabra guía nuestras vidas. Sin oración no tenemos nada. Con la oración lo tenemos y lo podemos todo pues “a Dios no hay nada imposible”. “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y proclamaban la palabra de Dios con valentía” (Hechos 4:29-31). Si oráramos de verdad, si Cristo inundara nuestros corazones, ninguna empresa evangélica se nos resistiría. Llenos del Espíritu Santo cantaríamos con entusiasmo el amor que Dios nos tiene. “El don de la oración está en manos del Salvador. Cuanto más té vacíes de tí mismo, es decir, de tu amor propio y de toda atadura carnal, entrando en la santa humildad, más lo comunicará Dios a tu corazón” (San Pío de Pietrelcina). Regresar a Dios, a la oración es absolutamente necesario para nuestra vida, para nuestro mundo. Tenemos que conseguir que el Amor de Dios reine en nuestros corazones, gobierne nuestras familias y transforme nuestro mundo. A veces andamos preocupados por tantas cosas intranscendentes, y olvidamos la única realmente importante. “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios”, dijo el Señor. —¡Pan y palabra!: Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural” (San Josemaría Escrivá de Balaguer). ¿Cuánto más vamos a tardar en ponernos en camino con la oración?
¡Que la Gospa nos ayude a orar como su Hijo espera de nosotros!
P. Ferran J. Carbonell