“Queridos hijos, hoy os invito a ser fuertes y decididos en la fe y en la oración, hasta que vuestras oraciones sean tan fuertes que abran el Corazón de mi amado Hijo Jesús. Orad hijos míos, orad sin cesar hasta que vuestro corazón se abra al amor de Dios. Yo estoy con vosotros e intercedo por todos vosotros y oro por vuestra conversión. Gracias por haber respondido a mi llamada”.
“No temas, que contigo estoy yo; no receles, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y ayudado, te sujeto con mi diestra justiciera” (Is 41, 10). No podemos temer nada. Cristo nos ha dejado su Espíritu Santo que nos da la fuerza de Dios. Sin esa fuerza, sin ese poder nosotros no podemos nada. Nuestros corazones anhelan esa fuerza. El pecado del orgullo nos hace creer que somos nosotros los que obramos y no nos damos cuenta que es Dios el que hace, nosotros no somos más que, a menudo, un estorbo para que la fuerza de su amor salga adelante. Por eso es tan necesaria para nosotros la oración. Para que sea Él siempre el que haga la historia, para que busquemos su voluntad sobre todo. El mundo está perdido si no descubre esa gran verdad: el amor de Dios lo llena todo, solo la oración nos hace fuertes. Por eso todo en nuestra vida debe ser buscar esa voluntad y ese poder. El de nuestro Dios, el único. “Por lo demás fortaleceos en el Señor y en la fuerza poderosa. Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del diablo” (Ef. 6, 10-11). Esa fortaleza nos llega a través de la oración con la que podemos combatir, a través de la esperanza que nos hace ver que la victoria es ya del Señor, de la fe que mueve todo nuestro ser hacia el Altísimo y del Amor que es Dios mismo. Dios nos capacita en el Espíritu Santo a vivir su misma vida y nos llena de paz y de alegría profunda. Dios nos hará fuertes. Fuertes para orar, para amar, para servir. Para hacerlo presente en el mundo con nuestras obras. Ayudando al pobre y al enfermo, dando de comer a quien tiene hambre, compartiendo tiempo y bienes materiales con quien lo necesite. “Yo os aseguro: Nadie que haya dejado casa, hermanos y hermana, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora en el presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero la vida eterna” (Mc. 10, 29-30). Esa promesa del Señor es para siempre, y significa que debemos estar dispuestos a anteponer el Reino a nuestras necesidades, a nuestros apetitos. El padre o la madre que lo dan todo por su hijo, esos han descubierto donde está Dios; el religioso, el sacerdote o la religiosa que se entregan totalmente y sin reservas a su misión, esos han descubierto a Dios; el joven que da parte de su tiempo para enseñar a un niño o acompañar a un anciano, han visto a Dios; las personas que comparten sus bienes con los que no tienen nada, de esos es seguro el Reino… Debemos seguir esa llamada al servicio. Pero siempre recordando que es necesario estar lleno de Dios para poder hacer todo eso sin desfallecer, llenos de la fuera de Dios: “Consérvate primero tú mismo en paz y luego podrás llevar la paz a los otros”. (Thomas de Kempis). Llenarnos de Dios para regalarlo a los otros, ser testigos de ese encuentro. Solo se ama a quien se conoce. Nuestro conocimiento de Dios debe partir, sin duda, de nuestra experiencia. Hacer experiencia de Dios es orar sin cesar para que Él inunde nuestros corazones.
“Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados” (Hch. 3, 19). Sin arrepentimiento y sin conversión no podemos esperar nada. Es necesario reconocer nuestro pecado, dolernos de él y dejar que el Señor cambie nuestros corazones. “Ten verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean, y haz firme propósito de la enmienda para adelante”. (San Francisco de Sales). Pero aun para esa conversión es necesaria nuestra libertad y nuestro consentimiento. El diablo luchará por dejarnos trabados en la parálisis del pecado, debemos dejarnos arrebatar por el Señor. Oremos, oremos, oremos para que nos veamos libres de todo pecado y el Señor nos mantenga siempre abiertos a su amor. Teniendo a María por intercesora Cristo nos protegerá.
¡Que la Gospa nos ayude!
P. Ferran J. Carbonell