“¡Queridos hijos! Mientras os miro, mi corazón se encoge por el dolor. ¿A dónde vais, hijos míos? ¿Estáis tan inmersos en el pecado que no sabéis cómo deteneros? Os justificáis con el pecado, y vivís según él. Arrodillaos bajo la Cruz y mirad a mi Hijo. Él ha vencido al pecado y ha muerto, para que vosotros, hijos míos, podáis vivir. Permitidme que os ayude a que no os muráis, sino a que viváis con mi Hijo para siempre. ¡Gracias!”
Reflexiones
Para tratar de dar respuesta a quienes ya están haciendo un camino y han sentido cierta perplejidad ante este mensaje y además querrían hacer algo para aliviar el dolor de la Santísima Madre, así como a los que no saben porqué pero de pronto se enteran de estas apariciones y leen lo que la Virgen está diciendo, he decidido ofrecer las presentes reflexiones.
Sabemos, porque se han comunicado con nosotros, que muchos se han desconcertado con este mensaje. La primer pregunta surge espontáneamente: “¿Es a nosotros a quienes se dirige? ¿A quienes estamos tratando de vivir los mensajes?”. La respuesta es: “No, no lo es en la medida no que hemos dejado de ser pecadores sino en la que nos esforzamos o al menos tratamos de vivir una vida acorde a lo que Dios nos pide y, en particular, seguimos los mensajes de nuestra Madre”.
Entonces, si no es a nosotros a quienes va dirigido y siendo nosotros los que los leemos ¿qué podemos hacer para aliviar el dolor de nuestra Santísima Madre?
Para responder a estas y otras preguntas, lo primero es recordar que los días 2 de cada mes la Santísima Virgen los dedica, por medio de Mirjana, su instrumento, a los que están alejados de Dios, a los que viven como si Dios no existiese. El 2 es el día de oración de intercesión y de ofrecimiento por todos los ateos, esos hijos a los que nuestra Madre de misericordia llama “los que aún no han conocido el amor de Dios”. Esto quiere decir que a ellos va primordialmente dirigido su llamado. Entonces, sigue la otra cuestión: se dirige a ellos pero ellos no leen estos mensajes. Bueno, esto no lo sabemos. Puede que algunos sean llevados misteriosamente por la gracia a leerlos, que hayan comenzado a interesarse o a dar como posibilidad, al menos eso, que Dios exista, que además pueda haber vida más allá de la muerte y que desde ese más allá alguien, que ama, alguien con clamor maternal los esté llamando y esté tratando de comunicarse con ellos.
La Santísima Virgen habla de su dolor ante el pecado. Ella llama las cosas por su nombre. Debemos admitir que nosotros hemos perdido la noción del propio pecado, del mal que uno mismo comete. No es desconocimiento del mal sino del mal cometido a otro, no así, en cambio, del mal sufrido que alguien nos infiere. ¡Cuántas confesiones son de los pecados de otros pero no de los propios!
Hace ya mucho, el Papa Pío XII denunciaba que el mal de nuestro tiempo era la pérdida de la noción de pecado. Y hoy causa estupor ver cómo muchas personas, sobre todo jóvenes pero no sólo ellos, piensan que no cometen pecado cuando en realidad están viviendo situaciones pecaminosas y muchas veces muy graves.
La premisa inicial es que todos somos pecadores y todos necesitamos constantemente del perdón de Dios. Pero, hay situaciones en las que se vive constantemente en pecado. Por ejemplo, aquellos que conviven sin estar casados, o el consentimiento a las atracciones desordenadas contrarias a la naturaleza, o las relaciones sexuales antes del matrimonio. En todos estos últimos casos los involucrados se justifican y, peor aún, otros los justifican diciendo que se trata de relaciones de amor o que es necesario conocerse y tener experiencias para evitar futuros fracasos. La ley de Dios es muy clara al respecto, como lo es, para poner otro ejemplo común, en el caso de la contraconcepción. Todo eso es pecado y hay que llamarlo por su nombre. Precisamente, el juego diabólico es el poner al mal otros nombres, o sea eufemismos, así la cosa no suena mal y termina pasando como normal. Siempre en la línea de ejemplos, típico es llamar al aborto “interrupción del embarazo”, como si luego de abortar, de cancelar una vida, se podría luego reanudarla. El pecado es pecado, sin más, y hay que enfrentarlo cortando con él y retornando a Dios.
También viven ofendiendo a Dios y denigrándose como personas los que son presa de los vicios de la droga, del alcohol y de otros. Nuevamente, es común ver personas que se drogan, pongamos por caso, con marihuana o ingieren alcohol hasta perder el sentido pero no se consideran adictos porque todavía lo hacen de una manera esporádica. Y no caen entonces en la cuenta que están pecando. Todo vicio abre el camino a otros pecados y a más pecado.
Están inmersos en el pecado los que guardan rencor y no acaban de perdonar porque su orgullo está herido, porque rechazan ser humildes y misericordiosos, como lo están los que blasfeman o continuamente critican a los demás y los difaman. Todos cometen grave pecado.
Vive en el pecado quien ha hecho un hábito de la consulta a adivinos o nigromantes porque eso es abominable a Dios.
Y, ¿la moda? ¡Cómo y cuánto se ofende a Dios por medio de la moda en que se ostenta el cuerpo -que cada vez más se desnuda- para ser codiciado! ¡Cuánto motivo de pecado es cierta moda femenina que provoca deseos impuros! Y lo peor es que se lo ve como “normal” y hasta se acude a iglesias y santuarios sin el mínimo decoro, con atuendos provocativos y desvestidos. ¿Cómo el Señor no va a estar muy ofendido y nuestra Madre triste?
La lista es muy larga y no es mi pretensión agotarla.
Si la conciencia ha sido ahogada, por la contumacia en el pecado, si el Espíritu Santo que nos convence de pecado está apagado en uno, entonces claro que no habrá noción de mal cometido.
Mientras tanto, la Santísima Virgen a todos nos dice: ¡despierten! El pecado mortal lleva a la muerte, pero a la muerte eterna. El pecado es asunto muy grave. La ofensa a Dios es cosa muy seria. El Señor no aceptó ser crucificado y morir en la cruz por nada. El pecado del hombre le costó la vida al Hijo de Dios.
La Virgen llora por tu pecado, por mi pecado y no cesa de llorar cuando se vive en el pecado.
Decía el gran filósofo Jacques Maritain que “las lágrimas de la Reina del Cielo significan el soberano horror que Dios y su Madre sienten ante el pecado y su soberana misericordia por la miseria de los pecadores”. El mismo Maritain había dicho que “si los hombres supieran que Dios sufre con nosotros (sí, hay dolor en Dios porque Él es Amor) y mucho más que nosotros por todo el mal que devasta la tierra, muchas cosas cambiarían, sin duda, y muchas almas quedarían liberadas”. Y nuestro amado Juan Pablo II, en el aniversario de las apariciones de La Salette, recordando que la Santísima Virgen se les había mostrado a los niños Maximin y Melanie llorando, dijo: “… nos ha mostrado con sus lágrimas su tristeza ante el mal moral de la humanidad. Con sus lágrimas nos ayuda a comprender mejor la dolorosa gravedad del pecado, del rechazo a Dios, pero también de la fidelidad apasionada que su Hijo siente ante sus hermanos. Él, el Redentor, cuyo amor está herido por el olvido y el rechazo”.
Nadie puede excusarnos a quienes tenemos que hablar de estas cosas, a quienes tenemos el deber de predicar y anunciar la salvación, el omitir la causa de la condena que es el pecado. No hay excusas, no las hay, para omitir la existencia de la condenación eterna del Infierno. Quienes desvirtúan al Concilio Vaticano II y creen y hacen creer, que a partir de allí nació una nueva Iglesia en la que se ha reemplazado “el temor servil del Infierno por el amor misericordioso y que la cruz quedó anulada porque fue absorbida por la resurrección” hay que recordarles que el Concilio no eliminó al Evangelio donde se habla del fuego eterno del Infierno, donde se lo nombra a Satanás y donde interviene constantemente y donde la cruz redentora en la que fue alzado el Inocente para rescatar a la humanidad sigue siendo, como decía Jean Guitton, “el fondo del drama”.
Mira tú, hermano, tú, hermana –como pide la Santísima Virgen- miremos todos, al Crucificado. Contémplalo desde el suelo. Arrodíllate y fija tu mirada en Aquel que te abraza desde la cruz con su amor, que exhala su espíritu y derrama toda su sangre y se deja atravesar por la lanza para salvarte. ¡No lo rechaces porque todo lo ha soportado y ofrecido al Padre por ti! Tu salvación está en la aceptación de tu condición actual de pecador, de tu reconocimiento del pecado y en tu aceptación de Jesús como tu Salvador. Arrepiéntete, enmiéndate, y pídele perdón y fuerzas también para no seguir en ese estado. Él te las dará, te dará la gracia para resistir. Mira que te va en juego nada menos que la eternidad.
Te habían hecho creer que porque Dios es misericordioso no puede existir el Infierno y que todo se resolvía nada más que por un paso por el Purgatorio y listo. ¡Qué mentira asesina! Vuelve a mirar a Jesús en la cruz. Medita en el infinito dolor de su Pasión. Un dolor que no termina. ¿Tú te crees que ha sido por nada? ¿No te das acaso cuenta cuánto le ha costado al Señor tu pecado? La justificación de Dios no es automática. Tú debes pedir perdón, tú debes querer dejar esa vida que estás haciendo y que te lleva al abismo, tú debes arrepentirte y alzar tu mano para que Él te levante. Él murió por ti para que tú tengas vida eterna. Si no respondes a este llamado, el último que Dios te hace por medio de su Madre, entonces ya no habrá posibilidad de vida porque te espera la muerte eterna, allí donde habrá llantos y rechinar de dientes, de donde no se sale nunca más.
A ti, a mí, que intentamos seguirlo a Cristo dejándonos conducir por María, su Madre y Madre nuestra, sabemos que siempre debemos enfrentarnos con la tentación, con la caída y recaída, sabemos también que cuanto más nos acercamos al Señor, que es la Luz, más vemos las manchas de nuestros pecados. Tenemos el gran consuelo y la esperanza viva, plantada en la fe, que si grande es nuestra distancia a Dios por nuestras miserias, cerca, muy cerca, está Él por su misericordia. Y a ella apelamos, confiando, amando, siendo misericordiosos, humildes, sencillos. A ti, a mí, también va dirigido este mensaje porque nosotros, si nuestra Madre llora y tiene contraído del dolor el corazón, podemos siempre consolarla, y expiar ofreciendo nuestros sufrimientos y reparar por tanto mal que se comete. Podemos ser siempre más y mejores penitentes y más y mejores adoradores.
A todos, pecadores contumaces y ocasionales, grandes y pequeños, nuestra Madre nos llama, más que nunca, a vivir sus mensajes de salvación. Dejémonos ayudar y guiar por Ella hasta su Hijo, nuestro Salvador.
P. Justo Antonio Lofeudo
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