«Queridos hijos: Hoy con mi Corazón maternal os invito a que aprendáis a perdonar total e incondicionalmente. Padecéis injusticias, traiciones y persecuciones, pero por medio de ellas estáis más cerca y más queridos de Dios. Hijos míos, orad por el don del amor, sólo el amor perdona todo, como perdona Mi Hijo; seguidlo a Él. Yo estoy en medio de vosotros y oro para que cuando estéis delante del Padre, podáis decir: aquí estoy, Padre, he seguido a Tu Hijo, he tenido amor y he perdonado de corazón porque he creído en tu juicio; he confiado en Ti. ¡Os lo agradezco!»
Comentario
El tema del perdón es uno de los más difíciles para nosotros pobres criaturas pecadoras y egoístas. La etimología de la palabra perdonar da la razón de la dificultad. Viene del latín per y donare. Es decir dar, pero dar en grado mayor porque es dar algo que es lo más íntimo que se pueda dar. No se trata de dar cosas materiales sino de dar de sí mismo, de lo más profundo que es la herida del corazón. Cuando nos hieren nos cerramos en nosotros mismos y no solemos querer salir de la ofensa para volver a abrir el corazón. El corazón está herido y se retrae. Lo ha lastimado una burla, un desprecio, una agresión, algún tipo de ofensa. Se puede ser muy generoso con las cosas pero no con el perdón. Sin embargo, el Señor nos llama a perdonar y tan importante es el perdón que debemos dar, que lo ha puesto como condición para nosotros recibir su perdón por nuestras ofensas hacia Él. Lo recitamos en cada Padrenuestro. La necesidad de perdonar y la condición para reconciliarse con Dios están en repetidos pasajes del Nuevo Testamento. En el evangelio según san Mateo, Jesús luego de enseñar a sus discípulos a orar, dándoles la fórmula del Padrenuestro, les dice: “si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6:14-15)[1].
No deja el Señor de exhortarnos a tener misericordias como Él mismo la tiene con nosotros: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida con que midáis” (Lc 6:36-38). De diversas maneras no cesa de decirnos: “no pidáis justicia, dad misericordia”.
En una palabra, en este mensaje nuestra Madre nos recuerda lo que tantas veces nos repite el Señor. Sin embargo, parece haber algo más, pues no escapa a nuestra atención que de todas las ofensas posibles Ella mencione específicamente “las injusticias, persecuciones y traiciones”. Esto parece no tener que ver con relaciones interpersonales o con situaciones familiares sino más bien con otro tipo de cuestiones de mayor envergadura. Por el tono de este mensaje y de otros dados anteriormente a Mirjana ¿está acaso indicándonos una gravedad inminente? ¿Quizás acontecimientos que puedan manifestarse en persecuciones mayores que las ahora conocidas y en profundización de injusticias (baste tomar como ejemplo lo que se pretende legislar o se legisla en materia de eliminación de la patria potestad y en los ataques a la vida)? La traición siempre alude a un quebrantamiento de la confianza, de quien o de quienes se esperaba lealtad o fidelidad. Ciertamente que como categorías de personas quienes sufren injusticias y persecuciones son fundamentalmente los verdaderos cristianos que están dispuestos a vivir su fe.
En todos los casos posibles el perdón debe ser total e incondicional y no hay injurias por graves que sean que no deban ser perdonadas. Sabemos que existen situaciones en las que se vuelve muy difícil perdonar cuando, por ejemplo, se trata de un grave daño infligido a una persona inocente y muy querida. Supongamos el caso extremo de una madre a quien han asesinado salvajemente a un hijo. A ella también el Señor le pide que se una a su cruz y perdone.
¿Es que Dios nos pide imposibles? Desde luego que no. Nos pide fundamentalmente una cosa: nuestra voluntad de perdonar y de aceptar la gracia del amor. Porque el perdón total, ese que llega hasta a amar al enemigo es sólo don de Dios, la gracia con que sella nuestra voluntad de perdonar. Por eso, la Madre de Dios nos llama a que oremos por el don del amor, porque el amor no toma en cuenta el mal, ya que todo lo perdona y todo lo soporta.
Dos reflexiones adicionales. La primera es que este mensaje, como todos, va primero dirigido a la parroquia de Medjugorje, pero luego se extiende a ese Medjugorje universal, del cual muchísimos formamos parte. La segunda a tener en cuenta es que nuestra Santísima Madre habla siempre para el momento actual, pero no sólo porque también se adelanta a los hechos. Ella ve nítidamente lo que nosotros recién percibimos cuando lo padecemos. Así fue con sus pedidos de oración y ayuno para ahuyentar la guerra. Así puede ser ahora también. Sabemos que hay persecuciones, que hay ataques muy severos y agresivos contra Medjugorje y que se cometen injusticias, pero también cabe la advertencia de un tiempo por venir. Y no sólo para Medjugorje sino para toda la Iglesia universal.
En el mensaje está el consuelo que la tribulación nos hace más cercanos a Dios y a su amor. Podemos, con el Apóstol, también nosotros decir que ni la tribulación, ni la angustia, ni los peligros, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Cf. Rm 8:35 s).
Sólo el amor cubre una multitud de pecados, sólo el amor vence al mal. Ante el mal que desborda, la cruz –verdadero icono del amor- es la única respuesta. Desde su Cruz, pero más allá de ella, en la victoria en la Resurrección, el Señor nos llama a seguirlo. Nos llama por medio de su Madre a recorrer el camino del amor, ese que sí pasa por la cruz pero no se detiene en ella.
Nuestra Santísima Madre y Reina de la Paz con este mensaje complementa el del 2 de junio pasado. Lo recordarán, ese en que por cuatro veces dijo “los necesito”. En una parte del mismo clamaba: “Necesito corazones preparados para un amor inmenso. Corazones que no estén apesadumbrados con lo vano. Corazones que estén prontos a amar como ha amado mi Hijo, que estén dispuestos a sacrificarse como se ha sacrificado mi Hijo. Los necesito. Para poder venir conmigo perdónense ustedes mismos, perdonen a los demás y póstrense en adoración ante mi Hijo”.
Ese amor inmenso es el del perdón de corazón que no mide la profundidad de la herida ni la injusticia cometida ni el dolor indecible de la traición. Para entablar batalla contra el mal, Ella no necesita de palabras sino de hechos (Cf. mensaje a Ivan del 28/8/09)[2], es decir de corazones que sean símiles al de Jesús. Nuestro declarado amor a la Virgen Santísima, nuestras oraciones deben volverse hechos concretos para no terminar todo en mera declamación.
El mensaje de junio tenía el agregado de perdonarse a sí mismo. Lo que no quiere decir autoindulgencia. Ahora se vuelve evidente que la Madre de Dios tiene necesidad de hijos con corazones purificados para la gran batalla que deben emprender bajo su guía. Un camino que se hace de rodillas, frente al Santísimo, porque de allí viene la purificación y las fuerzas para avanzar siguiendo al Señor.
Queridos hermanos, hay un camino por delante antes de llegar al encuentro definitivo con Dios. Un camino accidentado, de persecuciones, de traiciones, de injusticias. Nuestra Madre del Cielo nos llama a prepararnos para ese camino de dolor, de tribulación comenzando ya por perdonar de corazón porque sólo así podremos ser verdaderos discípulos de nuestro Señor y seguirlo en el amor hasta el encuentro con el Padre, que tendrá un juicio de misericordia porque fuimos misericordiosos, mientras quien no tuvo misericordia, como dice el apóstol Santiago el menor, “será juzgado sin misericordia; la misericordia está por encima del juicio” (Cf. St 2:13).
P. Justo Antonio Lofeudo
www.mensajerosdelareinadelapaz.org
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[1]. Sólo para citar algunos otros ejemplos: a la pregunta de Pedro, sobre cuánto correspondía perdonar a las reiteradas ofensas, el Señor le responde “setenta veces siete”, o sea absolutamente siempre. Vencer al mal a fuerza de bien, pide el Señor y proclama: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5:7). Dios no escucha al rencoroso que no perdona. Fijémonos sino en las siguientes serias admoniciones: “y si, cuando os pongáis de pie para orar, tenéis algo contra alguno, perdonadle, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas” (Mt 11: 25) y “si al momento de presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5: 23-24).
[2]. Esta noche la Santísima Virgen vino feliz y, al comienzo, como siempre nos saludó a todos con su saludo maternal: “Alabado sea Jesús, mis hijos queridos, mis pequeños hijos”. Luego, con sus brazos extendidos oró, por un tiempo, sobre nosotros aquí presentes y luego por los enfermos presentes. Después nos bendijo a todos con su bendición maternal y a continuación bendijo los artículos que trajeron para ser bendecidos. Y nos dio el siguiente mensaje:
“Queridos hijos, hoy también los llamo especialmente a que acepten mis mensajes, renueven mis mensajes. Queridos hijos, hoy, más que nunca, necesito sus obras, no sus palabras. Por ello, queridos hijos, vivan mis mensajes para que la luz pueda iluminar y llenar sus corazones. Hijos queridos, sepan que la Madre está orando con ustedes. Gracias, hoy también queridos hijos, por haber aceptado mis mensajes y por vivirlos. Oren para ser mi signo”.