“Dios nos ha dado diez Mandamientos, pero como son muchos, lo mejor fue resumirlos en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Hasta aquí, nada nuevo sobre el horizonte. Vamos a más: “Pero como yo soy muy chulo, le he añadido un matiz, y es que al prójimo hay que amarlo no como a ti mismo, sino más que a ti mismo. Esto es muy rentable, porque si cada uno lo aplicáramos con los demás, seríamos muy amados por el mundo entero”. Optimización de Recursos, lo llamarían los expertos en Recursos Humanos. Yo no soy experto en nada, así que lo llamo ´a ver quien es el guapo que te dice que no´. Porque quien lo dice no teoriza sobre el amor, sino que lo aplica con su vida, clavado a una silla de ruedas como Cristo a su Cruz.
Estábamos en Lourdes, formando parte de una de las dos peregrinacionesque la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes de Madrid organiza cada año con voluntarios acompañando a enfermos, y con enfermos acompañando a voluntarios. Es el antiguo Tren de la Esperanza, que con el paso de los años ha cambiado los railes por el asfalto, y se desplaza hasta la gruta de Masabielle en nada menos que una veintena de autobuses. El tren se ha convertido en caravana. La Caravana de la Esperanza.
El spitch lo escuchábamos enfermos, camilleros, enfermeras y peregrinos. Era la voz entrecortada, dificultosa, de Pedro, un treintañero clavado a una silla de ruedas desde que su vida se estampó contra unas rocas mientras hacía escalada, a los 23 años de edad. Aquel día se truncaron muchas cosas: una carrera, unos sueños, la espalda y mucho más. Lo que no se truncó fue su ascenso hacia algo mucho más elevado que una complicada montaña, hacia algo más desafiante que una pared vertical. Pedro siguió subiendo desde su tetraplejia hacia la Sabiduría que solo aporta la oración en el seno de Dios. Así hay que tratar a Pedro ahora, como a un Sabio.
La catequesis improvisada por Pedro tuvo otro genio. El sacerdote que celebraba Misa y que ante tan apetitoso escenario cedió los trastos de la evangelización a quien mejor encarnaba en ese momento lo que allí se estaba viviendo. No conozco a este pastor, pero con este humilde gesto me dio a entender que tiene bien aprendido lo del pastor que huela a oveja. Este en concreto huele a las ovejas más débiles, a las que nadie querría para su rebaño. Su gesto y las palabras de Pedro convirtieron aquel templo en un lance de boxeo entre la sociedad reinante que desecha seres humanos según su capacidad de generar dinero y los participantes enfermos de una peregrinación que demuestra al mundo un poco de lo bonito que puede ser esto, y tantas veces no lo es. El ring del combate es la cruz. El entrenador, Cristo. La táctica, el amor. No creo que nadie, ni yo, ni tú, ni nadie, aguante en pie hasta el fin del primer round, sin tirar la toalla del orgullo, del egoísmo, de la soberbia, para ponerse de rodillas ante la maltrecha vida de todos esos pedros que forman parte de nuestra vida, aunque los ignoremos.
Hablemos de Lourdes
En Lourdes hay una roca, fría y húmeda, brutal, dura, sombría, a cuya boca a penas llega algún rayo de sol algún día de los más largos del año. Ante ella pasa, día sí día también, una procesión de seres humanos maltrechos en sus miembros, en sus órganos vitales, en sus vidas y familias, en su corazón. Muchos de ellos van allí porque los llevan. Por sus medios no pueden caminar y van sentados en sus sillas o carros, tumbados en sus camillas, empujados por unas manos que reciben más de lo que dan. Ellos, enfermos y enfermeros, son más fuertes que nadie. Son indestructibles, porque tienen algún tipo de esperanza que al mundo le vendría bien conocer, y que el mundo conoce de nuevo a través de ellos a su regreso, cuando acaba la peregrinación. He conocido estando con ellos que su esperanza se basa en una realidad tangible como el Amor, y una esperanza basada en una realidad tangible como el Amor, es inmortal. Es indestructible.
El Amor no es un ente que flota en el aire y se transfiere por ósmosis, ni se multiplica por esporas que van y vienen según el capricho del viento, ni se recibe recargando unas baterías (¿?) de energía positiva en una reunión rollo New Age. El Amor, y esto es lo mejor, es un acontecimiento, es una Realidad, con identidad, con nombre, apellidos y rostro, que se concreta en nuestra vida mediante una decisión que se toma, o no se toma. O se pone en práctica, o no. El Amor que yo he conocido estos días en Lourdes ha ido sucediendo entre los miembros de la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes cargando carros, empujando sillas, acompañando a enfermos, curando heridas -muchas más de ellas invisibles que visibles- a golpe de caricias, de miradas, de gestos concretos como hacer una cama, dar una papilla, limpiar la baba o cambiar un pañal. Suena la campana. Empieza el segundo round.
Mirad estas dos caras. Mirad la de la mujer que vive sentada en su silla. Mirad la de la joven hospitalaria. Yo las vi, y llegué al hospital buscando un resuello de aire por el que respiraran las lágrimas que me brotaban cuando, de repente, explotaron en mi cara unos enfernos de sida dando gracias a sus enfermeros, y de ver con mis propios ojos como un piloto de combate rompía a llorar al darles las gracias a ellos por dejarse cuidar. Eran lágrimas sinceras las de este militar, de las que brotan de un lugar que ha sido curado de espantos con un sencillo gesto: el de amar.
Me encontré entonces en el descansillo de una planta del hospital, donde una señora de unos cincuenta años, rodeada de un grupo de enfermos y enfermeras, les decía: “Gracias por lo que hacéis. Lo que hacéis vosotros no tiene límites. Por cuidarnos nos limpiáis hasta el pis. Lo sé porque yo anoche me lo hice encima y vino una de vosotras, una niña, una jovencita preciosa, y me limpió con tanto amor, con tanta ternura, que yo me di cuenta de que tal y como me limpiaba ella solo limpia una madre a su hija. Eso es amor, y ese amor solo se puede hacer así cuando se tiene a Cristo en el corazón. Por favor, no lo perdáis nunca”. Esa es la identidad del acontecimiento que vivimos en Lourdes. Cristo. Jesús de Nazaret. Es de Él de conde radica toda esta locura de amor que lleva a amar a unos y a otros no solo como a uno mismo, sino un poquito más. Es una locura que no quita la paz, sino que la regala. Es un locura de amor como lo fue la cruz. La clave me la dio Javier, mi jefe de equipo de Material, cuando le pregunté por los enfermos: “¿Los enfermos? ¡Joder, Suso, los enfermos son Cristo!”. Me lo gritó porque yo peregriné a Lourdes contagiado por un mundo para el que es incomprensible que 400 personas, con su vida, con sus cosas, dediquen un puente tan cotizado como el de San Isidro para dedicarse en cuerpo y alma, dormidos y despiertos, mojados por la lluvia, secos de egoísmos, empapados de alegría, a 204 enfermos con patologías y minusvalías de todo tipo. Es una locura que al contrario que las demás, hace al mundo mejor. Una locura que da consuelo entre tanta pena, que da luz en la oscuridad. Es una locura de atar que de tanto amar se convierte en cordura. Esto es lo que son los miembros de la Hospitalidad, un atajo de cuerdos de remate. Otra campana, tercer round.
Ayúdame a vivir
Sergio también es paralítico. Su cuerpo me pone en la mente la imagen de un grupo de locos arrancando las losas de un tejado en Tiberiades y descolgando su camilla en medio de un gentío que abarrotaba una pequeña casa. Jesús lo curó, salió andando de allí y aquel puñado de locos quedaron para la foto como los chicos más listos de la clase.
Pensando en Sergio, en aquel otro paralítico y en los hombres que lo bajaron desde el tejado abierto, pienso que no hay tanta distancia entre ellos y los que son capaces de meter a docientos enfermos en tantos autobuses para llevarlos ante la Madre de Jesús. No, no es tanta la distancia entre la cordura de aquellos y la de estos, convirtiéndose así en protagonistas mismos del Evangelio. Pero sigamos con Sergio, que le dictó como pudo a una enfermera una oración para que se la llevase a la gruta de la que mana el agua como el amor interminable, limpio, claro, refrescante de Dios. Luego, Sergio le dio permiso para leerla en publico. Ahí va:
“María, yo he venido para que cures mi alma herida. También he venido para sentir a mi madre y para que me adoptes como hijo porque necesito una madre. Cuida a mi madre. Era la mejor, a parte de ti. Ayúdame, bendíceme, cuídame y llévame algún día al lado de mi madre. Es lo que más deseo en la vida. Ayúdame a aprender del Maestro, tu Hijo. Cuida a mis mujeres. Ayúdame a vivir”.
El “ayúdame a vivir” de Sergio rompe en mil pedazos cualquier argumento contra la vida del enfermo, del discapacitado. No es un tema de ideologías, ni de conocimientos, ni de solidaridades. No es un tema de nada discutible. Es un tema de ser humano, o no serlo. Es un tema de Amar, con personas concretas, con vidas reales. Y te lo creas o no, todo esto sucede. Te puedes quedar mirando, o ponerte manos a la obra y empezar a Amar de una vez. Yo, me subo al carro. Carro azul, por supuesto, con capota, tracción a las dos piernas, sonrisa de serie y motor de corazón.