La italiana Francesca ha publicado su testimonio en La Bussola Quotidiana, su viaje de la militancia abortista y anticlerical y los sentimientos de atracción por el mismo sexo a la comunidad cristiana, a partir de la reflexión… y una experiencia de Dios en Medjugorje. ReL lo traduce aquí.
Recuerdo bien ese día de febrero. Estaba en la universidad. De vez en cuando miraba por la venta y me preguntaba si Sara ya se habría ido. Sara se había quedado embarazada durante una rápida historia terminada con un test de embarazo positivo. Se había dirigido a mi en busca de ayuda, no sabía qué hacer. «Es sólo un grupo de células», decíamos.
Después llegó esa decisión. Me sentía orgullosa de haber aconsejado a Sara que abortara.Creía firmemente en esa libertad que concede a la mujer gestionar su propia sexualidad y controlar la maternidad, hasta eliminarla del todo. Hijos incluidos.
Sin embargo, ese día de febrero algo cambió. Si estaba tan segura de mis convicciones, ¿por qué de vez en cuando me volvía a la mente el aniversario de esa tarde, el olor del hospital, el llanto de Sara? ¿Por qué cada vez que veía a un recién nacido volvía a pensar en esa elección con profunda tristeza?
La respuesta llegó unos años después, durante un seminario pro-vida en el que participe. En él descubrí lo que realmente era un aborto: un homicidio. O más: lo que llamaban derecho al aborto era una realidad un homicidio múltiple donde la madre y el niño representan las víctimas principales a las cuales había que añadir las muertes interiores colaterales.
Una herida bajo el activismo
Yo pertenecía a este grupo. Aprobando el aborto, me produje a mi misma una laceración interior de la cual no me di cuenta enseguida. Un pequeño agujero en el corazón al cual no presté atención, ocupada como estaba por el entusiasmo de una buena carrera laboral apenas iniciada y por la atmósfera progresista en la cual estaba inmersa.
Era una activista por el Tercer Mundo dispuesta a promover todo tipo de derechos que pudieran hacer la sociedad más equa y justa, según las ideas promovidas por las vanguardias culturales.
Era anticlerical: hablar de Iglesia significaba escándalos, pedofilia, riquezasdesmedidas, sacerdotes cuyo interés era cultivar algún vicio.
Respecto a la existencia de Dios, lo consideraba un pasatiempo para viejecitas jubiladas.
Hombres inmaduros, incapaces de decidir
En las relaciones, descubría hombres profundamente en crisis con la propia masculinidad, atemorizados por la agresividad de las mujeres e incapaces de gestionar y tomar decisiones.
Conocía mujeres cansadas (entre las que me encontraba yo) de llevar adelanterelaciones con hombres parecidos a niños atemorizados e inmaduros.
Sentía cada vez más desconfianza hacia el otro sexo, mientras veía que crecía una fuerte complicidad con las mujeres, que se reforzó cuando empecé a frecuentar asociaciones y círculos culturales.
Los debates y talleres eran momentos de confrontación sobre cuestiones sociales, entre los cuales también la inestabilidad de la existencia humana.
“Amor” fluido: la familia mo vale
Además del trabajo, la precariedad había iniciado a corroer lentamente la esfera afectiva. Necesitaba responder a esto promoviendo formas de amor basadas en la fluidez de la emoción y en la autodeterminación, dando vía libre a esas relaciones capaces de mantener el paso con los cambios de la sociedad, algo que, según dicho pensamiento, la familia natural ya no podía cumplir. Era necesario desvincularse de la relación hombre-mujer, considerada ya demasiado conflictiva en lugar de complementaria.
En un clima tan efervescente, al cabo de poco tiempo me encontré viviendo mi homosexualidad. Sucedió sencillamente. Me sentí satisfecha y creí haber encontrado una plenitud interior.
Estaba segura de que sólo con una mujer a mi lado podía encontrar esa realización plena, que era la justa combinación de sentimiento, emociones e ideales.
Sin embargo, poco a poco, ese vértice de participación emotiva que se instauraba con las mujeres bajo el falso rostro de «feeling», empezó a consumirse hasta alimentar ese sentido de vacío que nació con el aborto de Sara.
Una sorpresa: el sentido de maternidad
Efectivamente, al apoyar la propaganda abortista, había empezado a matarme a mi misma, empezando por el sentido de maternidad.
Estaba negando algo que incluye, sí, la relación madre-hijo, pero que va más allá. Efectivamente, cada mujer es madre que sabe acoger y tejer los vínculos de la sociedad: la familia, los amigos y los afectos.
La mujer ejercita una «maternidad ampliada» que genera vida: es un don que confiere sentido a las relaciones, las llena de contenido y las custodia.
Habiendo arrancado de mí este valioso don, me encontraba despojada de mi identidad femenina y en mi se creó «ese pequeño agujero en el corazón» que después se convirtió en una vorágine en el momento en que viví mi homosexualidad. A través de la relación con una mujer intentaba retomar esa feminidad de la que yo misma me había privado.
A Medjugorje, por la curiosidad de su hermana
En pleno terremoto, me llegó una invitación inesperada: un viaje a Medjugorje. Me lo propuso mi hermana. Tampoco ella era una fan de la Iglesia, aunque no era extremista como yo, pero eso me bastó para que su propuesta me dejara sin palabras.
Me lo pidió porque había estado unos meses antes con un grupo de amigos: fue por curiosidad y ahora quería compartir conmigo esa experiencia que, como me dijo, había sido revolucionaria.
Me repetía a menudo «no sabes lo que quieres», por lo que acepté. Quería ver verdaderamente qué había.
Me fiaba de ella, sabía que era una persona razonable y, por lo tanto, algo debía haberla tocado.
Sin embargo, seguía con mi idea: de la religión no podía llegar nada bueno, menos aún de un sitio donde seis personas declaraban que tenían apariciones, lo que para mi significaba una banal sugestión colectiva.
Con este equipaje en mi mente, emprendimos el viaje. Y he aquí la sorpresa. Escuchando el relato de quien estaba viviendo este fenómeno (los seis protagonistas, los habitantes del lugar, los médicos que habían investigado el caso de los videntes), me di cuenta de mis prejuicios y de cómo estos me cegaban y me impedían observar la realidad por lo que era.
Había emprendido el viaje considerando que en Medjugorje todo era falso sencillamente porque para mi la religión era falsa, una invención para oprimir la libertad de pueblos crédulos. Sin embargo, esta convicción tuvo que enfrentarse a un hecho tangible: allí, en Medjugorje, había un flujo oceánico de personas que llegaban de todo el mundo. ¿Cómo podía ser falso este hecho y permanecer de pie durante más de treinta años?
Una mentira no dura tanto tiempo, al cabo de poco tiempo se ve. En cambio, escuchando muchos testimonios, la gente, al volver a casa, seguía un recorrido de fe, se acercaba a los sacramentos; se resolvían situaciones familiares dramáticas; los enfermos se curaban, sobre todo de las enfermedades del alma, a las que habitualmente llamamos ansias, depresiones, paranoias, que a veces llevan al suicidio.
¿Qué había en Medjugorje que revolucionaba la vida de esa multitud? Mejor, ¿quién había? Lo descubrí pronto. Allí había un Dios vivo que se ocupaba de sus hijos a través de las manos de María.
La importancia de los testimonios
Este nuevo descubrimiento se concretó escuchando los testimonios de quien había pasado por ese lugar y había decidido permanecer para prestar servicio en alguna comunidad y poder contar a los peregrinos cómo esta Madre obra laboriosamente para arrancar a sus propios hijos de la inquietud.
Ese sentido de vacío que me acompañaba era un estado del alma que podía compartir con quien había vivido experiencias parecidas a las mías, pero que a diferencia de mi, había dejado de vagar.
A partir de ese momento, empecé a plantearme preguntas: ¿cuál era la realidad capaz de llevarme a una plena realización?
El estilo de vida que estaba llevando, ¿correspondía efectivamente a mi verdadero bien o era un mal que había contribuido a desarrollar esas heridas en el alma?
En Medjugorje había hecho una experiencia de Dios concreta: el sufrimiento de quien había vivido una identidad rota era también mi sufrimiento y escuchar su testimonio y su «resurrección» me había abierto los ojos, esos mismos ojos que en el pasado veían la fe con las lentes asépticas del prejuicio.
Buscando la identidad en Misa y la Palabra
Ahora, esa experiencia de Dios que «no deja nunca solos a sus hijos y, sobre todo, no en el dolor y en la desesperación» empezada en Medjugorje, continuó en mi vidafrecuentando la Santa Misa.
Tenía sed de verdad y la encontraba sólo bebiendo de esa fuente de agua viva que se llama Palabra de Dios. Aquí, efectivamente, encontré grabado mi nombre, mi historia, mi identidad.
Poco a poco entendí que el Señor tiene un proyecto original para cada hijo, hecho de talentos y cualidades que confieren unicidad a la persona.
Lentamente, la ceguera que ofuscaba la razón se disolvió y en mi nació la duda de que esos derechos a la libertad en los que siempre había creído fueran en realidad un mal disfrazado de bien, que impedían a la verdadera Francesca emerger en su integridad.
Con nuevos ojos emprendí un recorrido en el cual intenté comprender la verdad de mi identidad. Participé en seminarios pro-vida y allí pude confrontarme con quien había tenido experiencias similares a la mía, con psicoterapeutas y sacerdotes expertos en temáticas vinculadas a la identidad: por fin, ya no tenía lentes teóricas y vivía la realidad.
Una identidad cortada
De hecho, aquí junté las piezas de este complicado puzzle en el que se había convertido mi vida y si antes las piezas estaban dispersas y encajadas erróneamente, ahora estaban asumiendo un orden tal por el cual empezaba a ver el dibujo: mi homosexualidad había sido la consecuencia de una identidad cortada por el feminismo y el aborto.
Precisamente aquello en lo que había creído durante
años que podía realizarme, me había matado, vendiéndome mentiras como si fueran la verdad.
Partiendo de esta consciencia, empecé a conectar de nuevo con mi identidad de mujer, retomando lo que me había sido robado: yo misma.
Actualmente estoy casada y a mi lado camina Davide, que me ha acompañado en este recorrido. Para cada uno de nosotros existe un proyecto creado por Él, el único capaz de guiarnos realmente a lo que somos.
Todo consiste en decir nuestro sí como hijos de Dios, sin tener la presunción de matar ese proyecto con falsas expectativas ideológicas que nunca podrán sustituir nuestra naturaleza de hombres y mujeres.
Fuente: www.religionenlibertad.com
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)