La mejor reseña que puedo hacer de la peregrinación de este año es contando lo que hicimos la última noche de todas.
Nos habíamos cruzado el sur de Europa en un viaje que se quedó corto, participamos en el Festival de Jóvenes de Medjugorje durante unos días que fueron pocos, regresamos cruzando un mar que se quedó estrecho y visitamos santuarios y lugares santos sin darles descanso.
Pero la gente quería más. Lo necesitaban. Había que vivir la peregrinación hasta el final. Había que darle al espíritu todo lo que iba a desear a la vuelta y que no tendría tan sencillo.
El alma humana anhela a Dios. Lo ansía. Cuando lo prueba, ya no se conforma con poco. De vez en cuando se le puede engañar dándole caprichos al cuerpo para mitigar ese grito. Pero no se puede engañar al corazón. Y los jóvenes que lo han probado, lo saben mejor que nadie.
Trece noches durmiendo poco y mal y comiendo de lata y sándwich de gasolinera mantuvieron el cuerpo a raya para dejar crecer al espíritu hacia Dios, y Dios se hace querer haciendo que le quieras más, enamorándote, y queriéndole más se inicia una relación de Tú a tu con Él que no acaba nunca, como un baile entre dos personas a los que es la música la que los sigue, invirtiendo el orden natural del encuentro siguiendo un compás. Si sigues bailando con Dios, la música no se acabará nunca, aunque no se oiga.
La última noche la pasamos en las cercanías de un monasterio a cuya comunidad le pedimos utilizar la capilla esa noche.
Siete horas de adoración eucarística continua, desde las doce hasta las siete, con turnos que más que turnos parecieron tortas por adorar entre los cien peregrinos que compartimos la experiencia del desierto, de la búsqueda de todo, de las duchas de agua fría, del hambre, el calor, la lluvia, la incomodidad. Tenían siete horas para descansar y lo quisieron hacer sin dormir, invirtiendo el orden natural del descanso para vivir durante una noche en el sobrenatural. A oscuras y en silencio, sobre la piedra del suelo. Ahí pusieron todos, todo. Al menos lo que les quedaba, que era más de lo que llevaban al principio, bendita paradoja. Vacíos de sí mismos, llenos de Dios.
Así pasamos la última noche. Cuando más cansados estaban los peregrinos, menos durmieron. Cuando más se aproximaba el fin de la peregrinación, más rezaron. Cuando más les pedía la mente compartir con los demás las experiencias de la peregrinación, menos hablaron. Solo adoración, silencio atronador que calma con la paz de Dios todos los gritos inaudibles del corazón, los que solo uno mismo conoce. Contemplación del Milagro Eucarístico que es la presencia real de Cristo entre nosotros, como un peregrino más que arrebata horas al sueño metido en el autobús. En nuestro autobús.
¿Lo que ocurrió los trece días anteriores? Eso queda en la memoria de los que lo vivieron. Lo pasado, pasado está. Ahora queda el momento presente. Estamos todos de vuelta, pero de vuelta hacia Dios. Que no pare la peregrinación.
Jesús García. Autor del libro “Medjugorje”. (Ed. LibrosLibres)