Hace dos días escuché la enésima razón para viajar a Medjugorje. Un peregrino, recién llegado de allí, se la dio a un sacerdote que le tiró a la cara su interés por Medjugorje cuando nunca había hecho caso a otras manifestaciones de fe, mucho más cercanas.
“Nunca he ido antes a otro lugar, porque nunca nadie me habló con tanto entusiasmo como lo hicieron de Medjugorje”.
Es curioso. Entusiasmados por la oración, por el Rosario, por el Vía Crucis, por la adoración, por la Eucaristía.
Así, entusiasmados, hablan los peregrinos que regresan de allí, como si de lo que hablasen fuese algo nuevo.
A decir verdad, es cierto que en Medjugorje son bastantes los que descubren algo nuevo. Gente que no había rezado en la vida, desde la Primera Comunión o desde la Confirmación como mucho, regresan titubeando unas oraciones que trataban de aprender, o memorizando con dificultad cinco piedras de Medjugorje que parecen cinco pruebas de gimkana de campamento para el iniciado en eso de la vida espiritual. “Oración, ayuno, lectura de la Biblia, confesión, Misa…”.
Pero para la mayoría, la verdad, es que no es ninguna novedad eso del Rosario. Algunos lo han mamado desde antes de nacer, cuando sus madres lo rezaban estando embarazadas de ellos, y cuando su padre les esperaba a la salida del paritorio con un misal en la mano.
Colegios de curas, ejercicios espirituales, misas dominicales, todo como Dios manda en esta España Católica por historia y por tradición, lo ha llevado a muchos a rezar con el entusiasmo con que se va a los toros en San Isidro y con que se come el turrón en Navidad. Entusiasmados el día de una boda, y poco más. Pero sin esa fuerza calmada, sin ese brillo en los ojos con el que vuelven los peregrinos de aquella aldea de Herzegovina.
La pregunta es qué encuentran allí que les devuelve a su vida cristiana encendidos como una falla. Qué hay allí, en ese pueblo, que no hayan encontrado antes por aquí, para que muestren sin reparo y con un ardor pentecostal, no solo el rosario al que se han reenganchado con hambre de oración, sino a eso del ayuno y la mortificación por amor al Amor, a la lectura de libros escritos hace dos mil años como el Eclesiastés o la Sabiduría, y buscando horarios de adoración Eucarística para darle a Dios lo que es de Dios.
La respuesta no se donde está a ciencia cierta –aunque tengo mi opinión convencida-, pero puestos a eliminar opciones filosóficas, solo me queda la más espiritual de todas. Que realmente la Virgen María esté en ese pueblo, que estemos ante el acontecimiento espiritual más importante de nuestro tiempo, como en su día lo fueron Lourdes o Guadalupe. Que somos tan privilegiados como aquellos millones de indios que oyeron de vida voz el testimonio de Juan Diego. Que tenemos la opción de seguir, en la senda invisible de la fe, los pasos de Bernadette hasta la gruta. Que podemos decidir cambiar de vida, como los que vieron al sol venirse abajo y cambiar de color, a veinte metros de Francisco y de Jacinta.
Solo hay dos opciones. Que las apariciones sean verdad o que sean mentira. Y lo más gracioso de todo es que sea una u otra, lo único que podemos obtener con total seguridad es el testimonio de los que vuelven de allí. Esa, debate de apariciones a parte, es la auténtica sorpresa de Medjugorje. Que alguien convierta su vida hacia Dios.
Jesús García. Autor del libro “Medjugorje”. (Ed. LibrosLibres)